En los meses de marzo y abril, asustados por los golpes súbitos de la COVID-19 y por el temido colapso del sistema sanitario, todos adoptamos una actitud disciplinada y hasta temerosa. Cinco meses después, se relaja la tensión y se multiplican los efectos colaterales de la pandemia. A las puertas de un nuevo curso académico, todavía
no sabemos cómo se va a desarrollar. En Madrid, unas dos mil personas se
manifiestan en contra de la obligatoriedad del uso de las mascarillas
desde una posición negacionista. En España muchos se preguntan por
qué se están produciendo tantos rebrotes cuando la enfermedad parecía
controlada hace un par de meses. Abundan en Internet las opiniones más disparatadas
acerca de lo que se debe y lo que no se debe hacer. Asociaciones de científicos y
médicos se enojan con quienes difunden recomendaciones sin la menor base científica.
El hartazgo en el que estamos entrando es el caldo de cultivo ideal para todo
tipo de extravagancias. Algunas pueden ser indicadores de deterioro mental o
-por decirlo de forma más llana- de que estamos perdiendo el Norte.
Ya sé que soy un
poco reiterativo en este punto, pero, a medida que me encuentro con más gente
de diversas edades y condiciones, más me doy cuenta de que estamos viviendo como
a medio gas. Muchos se sienten desorientados, confusos y deprimidos. No saben cómo
comportarse. Albergan muchas dudas con respecto al futuro. ¡Y eso que estoy
pasando unos días en un pueblo en el que los que se dedican al turismo llevan más
de un mes “haciendo su agosto”! El hecho de que muchas personas hayan optado
este año por el turismo rural y por la compra o alquiler de autocaravanas ha
proporcionado una inyección de oxígeno a los comercios, bares, casas rurales y hoteles
de los pueblos. Con todo, la atmósfera es pesada, la tristeza impregna todo.
Incluso los jóvenes, más habituados a superar pronto los estados anímicos
bajos, acusan el zarpazo. Muchos temen las consecuencias de la previsible segunda
ola en el próximo mes de septiembre. El gurú Bill Gates, que ya vaticinó
en 2015 la posibilidad de una pandemia, dice ahora que los países ricos no recuperarán la normalidad hasta finales de 2021. En el caso de los pobres, la fecha salta
hasta finales de 2022 o 2023. Las consecuencias emocionales y económicas están siendo
devastadoras.
En un contexto
tan volátil, ¿cómo no perder el Norte? ¿Cómo no dejarnos abatir por estados
depresivos o embalarnos en decisiones infundadas? Lo primero que necesitamos es
conocer la realidad de la manera más objetiva posible, lo cual no es nada fácil.
Los cinco meses de pandemia han estado caracterizados por bandazos en la
información y en las medidas adoptadas. Es necesario hacer caso a los expertos
en la materia y renunciar a convertirnos todos en epidemiólogos aficionados. En segundo lugar, necesitamos pocas normas, claras
y, en la medida de lo posible, universales. Aunque la situación no es la misma
en todos los países, regiones y ciudades, no ayuda nada a contener el virus y crear
serenidad, la multiplicación de medidas a veces contradictorias. En tercer
lugar, no debemos renunciar a la vida laboral y social con tal de que adoptemos
las medidas recomendadas en cada caso y contexto. Si lo hiciéramos, contribuiríamos
a agravar la crisis y abriríamos otros frentes de preocupación. Finalmente,
nunca debemos minusvalorar el poder de la oración de intercesión. Ayer celebrábamos
en muchos lugares la fiesta de san Roque, protector
contra la peste y las epidemias. Es probable que su sola mención haga
reír a muchos. No parece propio del siglo XXI recurrir a la intercesión de los
santos para resolver problemas que competen a la ciencia. Personalmente, no soy
muy dado a este tipo de oración. Sin embargo, creo que la intercesión de
quienes viven en Dios tiene una eficacia que sobrepasa cualquier explicación
racional. Echo de menos el recurso a esta vía, teniendo en cuenta que el mismo papa Francisco
lo ha hecho en varias ocasiones a lo largo de los últimos meses, sobre todo en
aquel célebre momento de oración en la tarde lluviosa del 27 de marzo. El Cristo crucificado de la iglesia de san Marcelo y el icono de la Salus Populi Romani
llenaban de sentido la plaza de san Pedro vacía.
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