Este XX Domingo del Tiempo Ordinario nos invita a ensanchar nuestro horizonte. Israel fue un pueblo al que le costó mucho ir más allá de sí mismo. Se sabía “pueblo
elegido”; por eso, marcaba las diferencias con los extranjeros y los paganos. En
este contexto, las palabras del profeta Isaías que leemos en la primera lectura
son una bocanada de aire fresco: “A los extranjeros que se han dado al
Señor, para servirlo, para amar el nombre del Señor y ser sus servidores, que
guardan el sábado sin profanarlo y perseveran en mi alianza, los traeré a mi
monte santo, los alegraré en mi casa de oración, aceptaré sobre mi altar sus
holocaustos y sacrificios; porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán
todos los pueblos”. Lo importante ya no es pertenecer a una raza o haber
nacido en un determinado lugar, sino “darse al Señor”. Todos los pueblos son llamados al monte santo. El salmo responsorial (salmo 66) es también un canto universalista: “Oh Dios, que te alaben
los pueblos, que todos los pueblos te alaben”. Pablo, por su parte, dirigiéndose a los gentiles convertidos al cristianismo en la carta a los Romanos (segunda lectura), hace su particular interpretación teológica:
“Vosotros, en otro tiempo, erais rebeldes a Dios; pero ahora, al rebelarse
ellos, habéis obtenido misericordia”.
El Evangelio (cf.
Mt 15,21-28) narra uno de esos encuentros con Jesús que no tienen desperdicio.
Tiene lugar fuera de los límites de Israel, en la costa fenicia. Se produce con
una mujer que, para colmo, tiene una hija enferma. De entrada, Jesús se
comporta como un perfecto israelita. La puesta en escena es perfecta para que la conclusión aparezca con más claridad. Mateo
pone en labios de Jesús unas palabras que resultan casi ofensivas: “Sólo me han
enviado a las ovejas descarriadas de Israel”; “No está bien echar a los perros
el pan de los hijos”. La mujer cananea no se deja provocar ni tampoco se rinde.
A la petición inicial – “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”-
sigue otra más escueta: “Señor, socórreme”. Cuando Jesús parece no
hacerle caso, ella le da una lección de apertura: “Tienes razón, Señor; pero
también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Se convierte en “profesora” de universalismo y de compasión. Jesús cae rendido:
“Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. A ningún israelita
le había dicho nada parecido. Resulta chocante que, en el Evangelio de
Mateo, en el que Jesús aparece como Maestro y nuevo Moisés, se deje enseñar por
una mujer (no por un rabí varón) y además extranjera. El relato es una pura
provocación que puede escandalizar a más de uno. El Maestro se convierte en discípulo
aventajado para enseñar a sus discípulos la actitud que debían tener ante “los
otros” o ante “los perros” (por recordar la denominación injuriosa de los no pertenecientes al
pueblo de Israel).
En la iglesia
primitiva hubo también una fuerte tensión entre quienes -siguiendo el viejo exclusivismo
judío- consideraban que el Evangelio era solo para los pertenecientes al pueblo
de Israel y quienes abogaban por una apertura a los paganos. En el Evangelio de
Mateo encontramos las dos tendencias. A Jesús le oímos decir: “No vayáis a
tierras extranjeras ni entréis en ciudades de los samaritanos, sino primero id
en busca de las ovejas perdidas del pueblo de Israel” (Mt 10, 5-6). Pero,
al final del Evangelio, su mandato es claro: “Id y haced que todos los
pueblos sean mis discípulos. Bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo y enseñadles a cumplir todo lo que yo os he encomendado” (Mt
28,19-20). Por si hubiera alguna duda, Pablo, en su carta a los Gálatas, se
expresa así: “Por la fe en Cristo Jesús, todos vosotros sois hijos de Dios.
Los que se han consagrado a Cristo se han revestido de Cristo. Ya no se
distinguen judío o griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros
sois uno con Cristo Jesús” (Gal 3,26-29).
Es evidente que hoy siguen
soplando vientos de exclusión. El esquema “nosotros-ellos” envenena las
relaciones entre etnias, países, religiones, etc. Por todas partes emergen
nacionalismos y fundamentalismos que defienden “lo propio” frente a las amenazas
provenientes de “los otros”. Hay algunos políticos que son maestros en servirse
de estas disyuntivas para ganar votos. Necesitamos “profesoras” sencillas que,
como a Jesús, nos hagan ver que los dones de Dios son para todos y que nadie
queda excluido de su gracia.
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