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viernes, 21 de agosto de 2020

La oración marca la diferencia

Hay gente buena en todas partes, a veces donde menos imaginamos. Es verdad que no es necesario creer en Dios para darse a los demás. O, por lo menos, eso es lo que se repite por activa y por pasiva en esta Europa descreída. Es verdad que, al final, seremos examinados de amor y no tanto del tiempo que hemos dedicado a orar. Pero, partiendo de mi propia experiencia, me formulo una pregunta que me ronda desde hace mucho tiempo: “¿Es posible amar de manera auténtica y continuada sin estar conectados a la fuente del amor que es Dios?”. Comprendo que la pregunta admite respuestas muy variadas. Habrá algunos que digan que “donde hay amor, allí está Dios”, aunque no se lo nombre ni se lo adore. Otros se empeñarán en decir que el ser humano tiene la capacidad de entregarse a los demás sin necesidad de ninguna otra referencia trascendente. Personalmente, prefiero encontrar la respuesta en la praxis y las palabras de Jesús de Nazaret. Recordamos bien el mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La primera parte concita un acuerdo universal. Es difícil encontrar a alguien que no suscriba esta “regla de otro”, aun cuando no siempre la practique. El “amaos los unos a los otros” parece tan básico para regular la convivencia humana que no admite mucha discusión. El problema reside en la segunda parte: “como yo os he amado”.

¿Cómo nos ha amado Jesús? El capítulo 13 del Evangelio de Juan comienza así: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Ese “los amó hasta el extremo” significa dar la vida. El amor que Jesús nos pide que practiquemos consiste, pues, en dar la vida “para que otros vivan”. Damos la vida cuando renunciamos a lo nuestro para que los demás puedan vivir mejor. De nuevo surge la pregunta: “¿Es posible para el ser humano, intrínsecamente egocéntrico, este ejercicio de donación sin la gracia de Dios?”. Por mucho que algunas reflexiones teóricas respondan afirmativamente, mi experiencia me dice que no. Tal vez podemos tener algunos gestos ocasionales de altruismo o algunas reacciones de indignación ante el mal del mundo, pero plantear toda la vida desde el amor solo es posible cuando nos conectamos con la fuente del amor que es Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Y esto solo es posible -como en el caso del mismo Jesús- a través de una profunda y constante vida de oración. De hecho, todas las personas a las que admiramos por su entrega incondicional -desde Madre Teresa de Calcuta hasta Pedro Casaldáliga (por citar solo un par de ejemplos contemporáneos)- han sido hombres y mujeres que han cultivado a fondo la oración; es decir, el trato íntimo con Dios. Creo que la oración “marca la diferencia”.

El cristianismo del futuro solo será auténtico y creíble cuando los cristianos seamos hombres y mujeres orantes, cuando no huyamos del encuentro personal con el Padre, cuando dediquemos un tiempo diario a rehacer la alianza con la fuente del Amor. El fruto maduro será una vida entregada. Tengo la impresión de que esto no forma parte de la conciencia y los hábitos de la mayoría de nosotros. Distraídos con muchas cosas, nos comprometemos con actividades de solidaridad, nos acercamos saltuariamente a la Eucaristía, pero no acabamos de entrar en una dinámica de oración que nos vaya transformando por dentro hasta convertirnos en pan molido para los demás. 

Esta impresión general tiene que ser corregida de inmediato por el testimonio de algunas personas que sí han emprendido esta aventura. No me refiero solo a los monjes y monjas contemplativos, sino a muchos laicos que han sido alcanzados por el imán de la oración y todos los días entran en la “tienda del encuentro”. A veces, se trata de ancianos que se encuentran con Dios a través del rezo diario del Rosario; otras, de laicos que han incorporado a sus hábitos la recitación de la Liturgia de las Horas. En muchos casos, de personas de toda condición que reservan un tiempo diario para practicar el silencio en sus casas o en alguna iglesia y abrirse al Misterio de Dios. Las formas son muy diversas porque también lo son los contextos y las condiciones de vida. Lo que me parece claro es que “la oración marca la diferencia”. Se nota enseguida en la calidad de vida y en la fuerza y duración del compromiso.


2 comentarios:

  1. No hay duda. Cada exámen de conciencia (si me atrevo) me dice que no tengo tiempo para la oración.

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  2. Gonzalo, estoy de acuerdo contigo en que “la oración marca la diferencia”, pero también veo que hay muchas personas que “aman mucho” que “se entregan sin reservas” sin oración.
    Diría que se puede amar sin estar conectado a la “fuente del amor” y hay mucha gente que ama así, plenamente, con una vida sencilla y estando alerta de las necesidades de su alrededor. Viendo las familias, normalmente hay alguien que renuncia a lo suyo para que los demás vivan mejor.
    Lo que creo que es difícil, sin oración, sin estar “conectado a la fuente del amor” es permanecer en este amor para que no sea fruto de unos momentos concretos y nada más, para no sucumbir, para no dejarse llevar por el cansancio, para que sea fruto de una entrega total a los demás… Para como Jesús amar hasta el extremo… Es necesario conectar para poder hacer de nuestra vida “una donación” para que los demás encuentren también la fuente del amor.

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