Hay gente buena en todas partes, a veces donde menos imaginamos. Es verdad que no es necesario creer en Dios para darse a los
demás. O, por lo menos, eso es lo que se repite por activa y por pasiva en esta
Europa descreída. Es verdad que, al final, seremos examinados de amor y no
tanto del tiempo que hemos dedicado a orar. Pero, partiendo de mi propia
experiencia, me formulo una pregunta que me ronda desde hace mucho tiempo: “¿Es
posible amar de manera auténtica y continuada sin estar conectados a la fuente
del amor que es Dios?”. Comprendo que la pregunta admite respuestas muy variadas.
Habrá algunos que digan que “donde hay amor, allí está Dios”, aunque no se lo
nombre ni se lo adore. Otros se empeñarán en decir que el ser humano tiene la capacidad
de entregarse a los demás sin necesidad de ninguna otra referencia trascendente.
Personalmente, prefiero encontrar la respuesta en la praxis y las palabras de Jesús
de Nazaret. Recordamos bien el mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los
otros como yo os he amado” (Jn 13,34). La primera parte concita un acuerdo
universal. Es difícil encontrar a alguien que no suscriba esta “regla de otro”,
aun cuando no siempre la practique. El “amaos los unos a los otros” parece tan básico
para regular la convivencia humana que no admite mucha discusión. El problema
reside en la segunda parte: “como yo os he amado”.
¿Cómo nos ha
amado Jesús? El capítulo 13 del Evangelio de Juan comienza así: “Antes de la
fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo” (Jn 13,1). Ese “los amó hasta el extremo” significa dar la vida. El amor
que Jesús nos pide que practiquemos consiste, pues, en dar la vida “para que
otros vivan”. Damos la vida cuando renunciamos a lo nuestro para que los demás
puedan vivir mejor. De nuevo surge la pregunta: “¿Es posible para el ser
humano, intrínsecamente egocéntrico, este ejercicio de donación sin la gracia
de Dios?”. Por mucho que algunas reflexiones teóricas respondan
afirmativamente, mi experiencia me dice que no. Tal vez podemos tener algunos
gestos ocasionales de altruismo o algunas reacciones de indignación ante el mal
del mundo, pero plantear toda la vida desde el amor solo es posible cuando nos
conectamos con la fuente del amor que es Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn
4,8). Y esto solo es posible -como en el caso del mismo Jesús- a través de una
profunda y constante vida de oración. De hecho, todas las personas a las que
admiramos por su entrega incondicional -desde Madre Teresa de Calcuta hasta
Pedro Casaldáliga (por citar solo un par de ejemplos contemporáneos)- han sido hombres
y mujeres que han cultivado a fondo la oración; es decir, el trato íntimo con
Dios. Creo que la oración “marca la diferencia”.
El cristianismo
del futuro solo será auténtico y creíble cuando los cristianos seamos hombres y
mujeres orantes, cuando no huyamos del encuentro personal con el Padre, cuando
dediquemos un tiempo diario a rehacer la alianza con la fuente del Amor. El
fruto maduro será una vida entregada. Tengo la impresión de que esto no forma
parte de la conciencia y los hábitos de la mayoría de nosotros. Distraídos con
muchas cosas, nos comprometemos con actividades de solidaridad, nos acercamos
saltuariamente a la Eucaristía, pero no acabamos de entrar en una dinámica de
oración que nos vaya transformando por dentro hasta convertirnos en pan molido
para los demás.
Esta impresión general tiene que ser corregida de inmediato por
el testimonio de algunas personas que sí han emprendido esta aventura. No me
refiero solo a los monjes y monjas contemplativos, sino a muchos laicos que han
sido alcanzados por el imán de la oración y todos los días entran en la “tienda
del encuentro”. A veces, se trata de ancianos que se encuentran con Dios a través
del rezo diario del Rosario; otras, de laicos que han incorporado a sus hábitos
la recitación de la Liturgia de las Horas. En muchos casos, de personas de toda
condición que reservan un tiempo diario para practicar el silencio en sus casas
o en alguna iglesia y abrirse al Misterio de Dios. Las formas son muy diversas
porque también lo son los contextos y las condiciones de vida. Lo que me parece
claro es que “la oración marca la diferencia”. Se nota enseguida en la calidad
de vida y en la fuerza y duración del compromiso.
No hay duda. Cada exámen de conciencia (si me atrevo) me dice que no tengo tiempo para la oración.
ResponderEliminarGonzalo, estoy de acuerdo contigo en que “la oración marca la diferencia”, pero también veo que hay muchas personas que “aman mucho” que “se entregan sin reservas” sin oración.
ResponderEliminarDiría que se puede amar sin estar conectado a la “fuente del amor” y hay mucha gente que ama así, plenamente, con una vida sencilla y estando alerta de las necesidades de su alrededor. Viendo las familias, normalmente hay alguien que renuncia a lo suyo para que los demás vivan mejor.
Lo que creo que es difícil, sin oración, sin estar “conectado a la fuente del amor” es permanecer en este amor para que no sea fruto de unos momentos concretos y nada más, para no sucumbir, para no dejarse llevar por el cansancio, para que sea fruto de una entrega total a los demás… Para como Jesús amar hasta el extremo… Es necesario conectar para poder hacer de nuestra vida “una donación” para que los demás encuentren también la fuente del amor.