En el Evangelio del domingo pasado Pedro confesaba abiertamente su fe en Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Se mereció un elogio por parte del Maestro: “¡Dichoso
tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y
hueso, sino mi Padre que está en el cielo”. En el Evangelio de este XXII Domingo del Tiempo ordinario cambian las
cosas. Jesús ya no pregunta por su identidad, sino que la aclara para evitar
equívocos: “Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y
escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Ese “tenía
que” alude a la voluntad de Dios. Esta vez Pedro se comporta como lo que es, un
hombre temeroso de un destino de sufrimiento y muerte: “¡No lo permita Dios,
Señor! Eso no puede pasarte”. La reacción de Jesús ya no es un elogio, sino un
fuerte reproche que recuerda los dirigidos al diablo en el episodio de las tentaciones:
“Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los
hombres, no como Dios”. La confesión de Jesús como Mesías se presentaba como
una revelación del Padre. La huida de la muerte es un pensamiento demasiado
humano. Esta es la dinámica de la vida cristiana. A veces, movidos por Dios,
somos capaces de creer en Jesús y de adherirnos a su Evangelio, pero, cuando
intuimos que seguirlo significa entregar la propia vida, nos echamos para atrás.
¿Quién de nosotros no siente a menudo la tentación de compaginar la fe en
Jesús con los criterios que hoy vigen en la sociedad? Nos identificamos como
cristianos y, al mismo tiempo, buscamos nuestros intereses. Decimos que la Eucaristía
es importante para nosotros, pero nos cuesta mucho compartir los bienes. Denunciamos
las injusticias de este mundo, pero sacamos provecho de las oportunidades que
se nos presentan, aunque sea engañando. Quizás porque -como le sucedió al
profeta Jeremías- nos sentimos “engañados” por Dios. En algún momento de
nuestro itinerario personal, fuimos “seducidos” por su Misterio fascinante,
pero luego hemos experimentado en varias ocasiones que nos ha dejado tirados en
la cuneta; en otras palabras, que la fe no sirve para resolver los problemas
que nos acucian. Como el profeta judío, también nosotros podemos decir: “Yo
era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí”. Jesús nos señala
claramente el camino para superar este desconcierto: “El que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Las tres condiciones
con netas: negarnos a nosotros mismos (es decir, superar el egocentrismo que
tanto caracteriza la cultura de hoy), cargar con la cruz (es decir, asumir las
consecuencias de una vida planteada desde el amor y la entrega) y seguirlo (es
decir, poner los pies donde los ha puesto él).
Para llegar a este cambio de perspectiva necesitamos una fuerte
experiencia Quid prodest. Estas dos palabrejas latinas significan ¿de
qué aprovecha? Jugaron un papel decisivo en el proceso de conversión de
muchos santos como Antonio Abad, Francisco Javier o Antonio María Claret. En un
momento de sus vidas comprendieron el alcance de la pregunta de Jesús: “¿De qué
le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”. Tuvieron que
elegir entre el “mundo” o la “vida”. El “mundo” representa una existencia entendida
de tejas abajo, movida por el dinero, el placer y el poder. Elegir la “vida”
significa optar por los valores del Evangelio. O, por decirlo con una expresión
de Pablo en la carta a los Romanos (segunda lectura)- “presentar vuestros
cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios”, no ajustarnos a los
dictámenes de este mundo, sino “discernir lo que es la voluntad de Dios, lo
bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Los cristianos nos movemos siempre
en esta tensión: estamos en el mundo, pero no somos del mundo. Estamos llamados
a abrazar la realidad tal como es, pero sin dejarnos seducir (y engañar) por
sus contradicciones. Quizás por eso nunca tenemos la impresión de haberlo
conseguido. Estamos siempre en camino, cayendo y levantándonos, preguntándonos
cada día de qué nos aprovecha (quid prodest) lo que vivimos. Pero
no se trata de una pregunta obsesiva que conduce al desánimo, sino de un modo
de tomar conciencia de la dirección de nuestra vida y de un recordatorio
permanente de la primacía de Dios.
Muchísimas gracias Gonzalo. Al optar por la vida no siempre somos conscientes que optamos por la cruz y es duro cuando se descubre.
ResponderEliminarGracias por la canción “¿Qué quieres de mi?”… Después de toda la reflexión que has hecho resuena diferente a otras veces…