Recuerdo que durante los meses de marzo y abril estuve en comunicación con muchos amigos de los que hacía tiempo no sabía nada. Cuando el virus estaba afectando de lleno a
Italia y España, con picos de casi mil muertos diarios, recibía mensajes y
correos de muchas personas que se interesaban por mí. La palabra “Italia” se
asociaba a “crisis”, aunque la mayoría de los casos se localizaban en las
regiones del norte. Gracias a Dios, Roma reaccionó con rapidez. Enseguida nos encerramos en casa. De esa manera, se pudo contener la expansión del virus. Yo mismo llamé a muchos de mis amigos y conocidos
para interesarme por su situación. Todos estábamos en ascuas. Cuando empezaron
a morir las primeras personas conocidas, todos vivimos momentos de extrema
preocupación. Se creó una solidaridad que nos hizo sentir que, a pesar del
confinamiento físico, no estábamos solos. Rezábamos unos por otros, nos intercambiábamos
mensajes de apoyo, participábamos en algunos ritos colectivos (como el aplauso
a los sanitarios o los cánticos desde los balcones), colaborábamos con algunas
campañas de solidaridad, organizábamos videoconferencias, etc. A medida que han
ido pasando las semanas y los meses, se ha reducido el flujo de comunicación.
Ahora -al menos esta es mi experiencia- hemos entrado en una fase de cierto
letargo, que quizá es fruto del cansancio emocional vivido en los meses pasados y también de la lenta recuperación de la normalidad. Si antes necesitábamos
hablar con otros para exorcizar nuestros miedos, ahora nos sentimos más a gusto
reduciendo al mínimo las comunicaciones.
También de esto
podemos aprender algo. Los amigos siempre estamos ahí, pero no siempre nos
comunicamos del mismo modo. A veces, multiplicamos las conversaciones; otras
las espaciamos. La amistad no se mide por la cantidad de intercambios, sino por
su calidad y, sobre todo, por la confianza de que estamos siempre ahí. Por eso,
entre amigos, cualquier conversación parece la continuación de un ayer que
quizá se remonta a meses. Esta seguridad de que hay personas a las cuales les
importamos nos permite caminar por la vida con serenidad. No somos zombis. Tenemos
un rostro que otros reconocen como familiar. Tenemos un nombre que, pronunciado
por labios amigos, suena de otra manera, nos confiere identidad personal. Me
hago estas reflexiones horas antes de someterme a un test serológico para ver
si tengo anticuerpos contra el Covid-19. Necesito un documento acreditativo
antes de reanudar mis viajes al exterior la próxima semana. En realidad, no es
algo demasiado nuevo para mí. En el pasado, tenía que someterme a una batería
de vacunas antes de viajar a algunos países africanos y asiáticos. Ahora cambian
las circunstancias. Necesito otro tipo de prueba para moverme por Europa,
aunque no siempre es exigida por las autoridades sanitarias.
Este año, a pesar
del cansancio acumulado en estos meses de alto voltaje emocional, no siento la
necesidad de vacaciones. Es más, la palabra “vacaciones” se me antoja casi
ofensiva cuando pienso en los muchos que siguen pasándolo mal y que no saben
cómo van a afrontar el próximo curso. Más que vacaciones, lo que necesito es
encontrarme con algunas personas de las que he estado separado en este tiempo y
cuya suerte me ha preocupado mucho. Encontrarlas es prioritario; descansar me
parece secundario. Por otra parte, mi larga estancia romana -completamente
inusual en mi agenda misionera- me ha obligado a crear ciertas rutinas que considero
saludables. No ha sido un tiempo de abandono, sino de trabajo articulado, diálogos comunitarios más tranquilos y nuevas iniciativas pastorales, como
la que estoy realizando estos días. Lo que ha quedado atrás es el intercambio
constante de guasaps (sic), la pregunta ¿cómo estás? dirigida a los
amigos y conocidos y otras prácticas de las semanas duras. Es como si ya
estuviera harto del parte diario y necesitara entrar en una nueva fase. Sigo consultando
cada día los informes sobre
la evolución de la pandemia en el mundo, pero sin la carga emotiva con
que lo hacía en marzo, abril y mayo. No es que la situación sea mejor (de hecho,
en América, India y algunos países africanos está empeorando mucho), pero uno
no puede vivir por mucho tiempo en estado de schock.
Cuando he leído: “Esta seguridad de que hay personas a las cuales les importamos nos permite caminar por la vida con serenidad” Me ha llevado a reflexionar en que los cristianos deberíamos caminar con esta serenidad, porque sabemos, aunque a veces nos cueste vivirlo, que a Dios le importamos.
ResponderEliminarMe siento muy identificada cuando dices: “… no siento la necesidad de vacaciones. Es más, la palabra “vacaciones” se me antoja casi ofensiva cuando pienso en los muchos que siguen pasándolo mal y que no saben cómo van a afrontar el próximo curso… “ y me sorprende como la gente empieza a hablar de ellas, aunque con miedo; van a cambiar sus costumbres… El descanso es necesario y nos iría bien de poder descansar también de tantas noticias negativas, aunque las mascarillas, nos recuerdan continuamente al COVID. Espero que este año los días de descanso los disfrutemos de estos pequeños momentos pasados con la familia y con los amigos y disfrutando de la naturaleza.
Comulgo con tu experiencia.
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