En estos meses de pandemia se habla de “nueva normalidad”. Yo prefiero hablar de “nueva
armonía”, no porque me sienta influido por las corrientes espirituales
de la “nueva era” (new age), sino porque siento una gran atracción por san Benito de Nursia,
cuya fiesta celebramos hoy. Su respuesta de vida armónica (oración, trabajo,
estudio, vida comunitaria, contacto con la naturaleza, hospitalidad)
constituyeron una alternativa cristiana a la disolución cultural que se vivía a
finales del siglo V y primera mitad del siglo VI. ¿Cómo se puede vivir con
armonía en tiempos en los que todo parece caótico e incontrolable? ¿Hay alguna “fórmula
secreta” que nos permita mantenernos firmes y serenos cuando parece que se
desmoronan los cimientos de un estilo de vida que creíamos estable? ¿Sigue
siendo un ideal la armonía (como lo es en el cosmos) o tenemos que acostumbrarnos
a vivir en el caos y a desarrollar actitudes de supervivencia? Preguntas parecidas
a estas se formulan muchas personas en estos tiempos de incertidumbre. Hace
poco menos de un mes creíamos que con la llegada del verano entraríamos en la
recta final de la pandemia, pero los continuos
rebrotes aumentan la preocupación. Nada es seguro.
Una frase de la
famosa Regla de san Benito –“No anteponer nada a
Cristo” (“Nihil amori Christi praeponere”)– nos ofrece la clave. El
1 de abril de 2005 el entonces cardenal Joseph Ratzinger concluyó su
conferencia en Subiaco, titulada “Europa en la crisis de las culturas”, con
estas palabras: “Lo que más necesitamos en este momento de la historia son
hombres que a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble
en este mundo… Necesitamos hombres como Benito de Nursia, quien en un tiempo de
disipación y decadencia, penetró en la soledad más profunda logrando, después
de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, alzarse hasta la luz, regresar
y fundar Montecassino, la ciudad sobre el monte que, con tantas ruinas, reunió
las fuerzas de las que se formó un mundo nuevo. De este modo Benito, como
Abraham, llegó a ser padre de muchos pueblos”. Menos de veinte días después
(el 19 de abril de ese mismo año), Joseph Ratzinger fue elegido papa. Escogió
el nombre de Benedicto (Benito) XVI evocando al monje italiano. Ocho años
después, Jorge Mario Bergoglio se fijó en otro santo italiano (Francisco) para
iluminar su pontificado. Benito y Francisco representan dos formas complementarias
de entender el seguimiento de Cristo. A mi modo de ver, son dos faros que pueden
iluminar el futuro de Europa, pero no estoy muy convencido de que estemos
interesados en aprovechar su clarividencia.
En el caso de
Benito, todo empieza con su búsqueda de Dios (“quaerere Deum”). Esta es la
verdadera razón de ser del monje y, en definitiva, de todo cristiano: buscar a
Dios. ¿Qué otra empresa puede ser más importante que esta? Cuando nos parece
que hay otras causas que merecen más nuestra atención, fácilmente caemos en la
idolatría: convertimos las realidades penúltimas (el éxito, la política, la
economía, el deporte, el sexo, etc.) en últimas. Quizá sin pretenderlo, caemos
en la trampa. Nunca una realidad penúltima (por atractiva que sea) puede llenar
el corazón humano porque hemos sido creados para entrar en comunión con la
realidad última que es Dios. Somos “imagen y semejanza” suya. San Benito lo vio con
claridad. Por eso, propone un camino de búsqueda de Dios que pasa necesariamente
por el signo visible de Dios en el mundo: Jesucristo. El “no anteponer nada a Cristo” significa que
no puede haber otro interés que nos desvíe del camino hacia a Dios. Recuerdo
que Roger Schutz, el fundador de la comunidad monástica de Taizé, decía algo
parecido: “Tú que buscas a Dios, ¿lo sabes? Lo esencial es la acogida de
Cristo”. Me produce mucha tristeza que muchos hombres y mujeres anden
desorientados por la vida cuando Dios nos ha regalado en Cristo el camino de
vuelta a casa. No sé si estos meses de pandemia nos ayudarán a abrir los ojos. Más
que seguir perdiendo el tiempo con charlatanes que nos agobian o nos desconciertan
(incluyendo algunos científicos que hoy dicen una cosa y mañana la contraria),
necesitamos guías que nos señalen con claridad el camino. Benito y Francisco
(¡qué curioso que los dos últimos papas hayan escogido estos nombres!) pueden
ayudarnos.
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