Los principales medios de comunicación del mundo se han hecho eco de la muerte de Ennio Morricone. Falleció ayer en una clínica romana a los 91
años. No tuvo tiempo de recoger el Premio
Princesa de Asturias de las Artes que le fue concedido junto a John Williams.
Una caída doméstica precipitó su desenlace. Ha llamado la atención su curiosa “carta
de despedida” en la que él mismo anuncia que ha muerto. Parece casi un
golpe cinematográfico: “Yo, Ennio Morricone, he muerto. Lo anuncio así a
todos los amigos que siempre me fueron cercanos y también a esos un poco
lejanos que despido con gran afecto”. Italia llora a uno de los muchos
genios artísticos que ha tenido a lo largo de la historia. Se recuerdan sus
bandas sonoras más famosas: “El bueno, el feo y el mal”, “Cinema Paradiso”, “La
misión”, “Los intocables de Eliot Ness”, “Por un puñado de dólares”, “Los
odiosos ocho”, “Novecento”… Son varios centenares. En el ambiente en el que
me muevo todo el mundo conoce el solo de oboe de “La misión”. Él era
simplemente MM, el Maestro Morricone, un romano nacido en 1928, que pasó las
penurias de la posguerra y que, entre otras cosas, era un gran aficionado al
ajedrez.
El tímido
Morricone era un hombre creyente que admiraba mucho a Francisco de Asís (“el
más italiano de los santos”) y al papa Francisco. En los últimos años el
maestro pensaba con frecuencia en la muerte. Su profunda fe en Dios no le
impedía experimentar una sensación de vértigo ante lo que nos aguarda tras la
muerte: “No sé cómo será el más allá. Esperemos que esté bien”, confesó no
hace mucho en una entrevista al diario español El País. Imagino que ya
ha resuelto esa incógnita. La fe y la música fueron dos guías que lo condujeron
a las puertas del Misterio. Cuando genios de la talla de Morricone confiesan su
fe sin alardes, pero sin maquillajes, uno respira hondo. La fe no es -como se
empeñan en proclamar los ateos recalcitrantes- un asunto de gente inculta o un
refugio de personas débiles. Muchos de los “grandes” (pero “pequeños” de
actitud) han sabido leer en profundidad el libro de la vida. En él, no fuera de
él, han descubierto la huella del Dios de la vida. Esta fe no ha supuesto
ninguna rémora para el desarrollo de su humanidad y para el cultivo de su arte.
Al contrario, ha sido la fuente de su creatividad. Escuchando la música de
Ennio Morricone -singularmente la banda sonora de “La misión”- uno se siente
transportado a ese más allá que -haciéndome eco de las palabras del Maestro- no
sabemos cómo será.
La figura de
Morricone me resulta cercana por otro motivo más práctico. En el subsuelo de la
inmensa basílica del Inmaculado Corazón de María de Roma hay un mundo
escondido. Además de numerosas salas de actividades, almacenes y teatro, hay un
enorme estudio musical en el que se han realizado muchas grabaciones que se
pueden calificar de “históricas”. Uno de los músicos que grabó hace décadas en
este local, perteneciente a los Misioneros Claretianos, fue precisamente Ennio
Morricone. Algunos todavía recuerdan su paso por Parioli y su estilo tímido y
perfeccionista. Estoy seguro de que más de una vez entraría en la inmensa basílica
para hacer su oración. Hoy soy yo quien hace una oración por su eterno reposo.
Los artistas, embajadores de la belleza, son siempre “evangelizadores” porque
nos transmiten la “buena noticia” de un Dios que es belleza sin arruga, eterna
novedad. Es casi imposible ser un verdadero artista sin sentirse en comunión
con el Artista supremo.
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