Tengo en la
pantalla del ordenador el informe
de hoy de la Universidad Johns Hopkins. Las cifras no invitan a la
esperanza: 9.098.855 casos confirmados de Covid-19 en el mundo y 472.172
fallecidos. Cada poco tiempo cambian. Los números se disparan en Estados Unidos y Brasil. Crecen
velozmente en México e India. Se contienen en Europa. Ya no sé qué decir. Nos
está costando volver a la vida normal. Recibo un mensaje de un amigo mío chino en el que me dice que la situación en Beijing es alarmante y que no me fíe de
los informes oficiales. Dividida Europa e infectado Estados Unidos (no solo por
el Covid-19), el campo queda expedito para la potencia asiática. Veremos cuáles
son los próximos movimientos en este inmenso tablero de ajedrez que es el mundo
globalizado.
Me escribía hace días una amiga pidiéndome que dijera algo sobre “cómo
restaurar la confianza” en tiempos tan fluidos e inciertos como los actuales. No tengo
ninguna fórmula secreta. Recuerdo el principio
teresiano: “Nada te turbe, / nada te espante, / todo se pasa, / Dios
no se muda, / la paciencia / todo lo alcanza. / Quien a Dios tiene / nada le
falta: / solo Dios basta”. Pocas veces me han parecido más verdaderas y necesarias estas
palabras. El “todo se pasa” habría que aplicarlo a la incertidumbre creada por
la pandemia, pero, sobre todo, a la impresión que cada generación tiene de
estar viviendo un momento único. Dentro de unos años, nos parecerá una pesadilla.
La vida es tan frágil y a la vez tan fuerte que siempre se abre paso. Pero lo
hace en permanente batalla con la muerte. Hay un himno pascual que resume muy
bien, con la fuerza lacónica del latín, esta tensión: “mors et vita duello”
(la muerte y la vida en duelo). Tenemos que acostumbrarnos.
El “todo se pasa”
es una consecuencia del “solo Dios basta” (hace tiempo que, por recomendación
de la RAE, no uso la tilde con el adverbio “solo”, por más que lo haya estado
haciendo toda mi vida). Si es verdad que “solo Dios basta”, que Él es la
única realidad sobre la que se puede fundamentar la vida, ¿por qué andamos
dando tumbos, como esperando una extraña fórmula mágica que nos dé el secreto
de la felicidad? ¿Por qué nos turbamos y nos espantamos ante una pandemia? ¿Por
qué nos cuesta tanto creer − a quienes paradójicamente nos llamamos “creyentes” − que “quien a Dios tiene, nada le falta”? Valoro
mucho lo que la ciencia puede aportarnos para comprender el misterio de la vida
y encontrar nuevas formas de abordarlo, pero eso no significa que coloque toda
mi confianza en ella. En una reciente
entrevista, el astrofísico británico Martin Rees responde
así al periodista que le pregunta por lo que más le sorprende de la vida: “Cuanto
más aprendo sobre el mundo natural, más asombroso me parece. Piense en la
elaborada cadena de procesos químicos sincronizados que tiene que ocurrir cada
vez que una mosca agita sus alas. Estos son probablemente misterios para
siempre más allá de la comprensión humana”. Que un científico de la talla
de Rees se atreva a hablar de “misterios para siempre” cuando la
pretensión de la mayoría de los científicos es llegar a desvelar la trama de la
vida, no deja de sorprenderme.
Valoro mucho lo que la
ciencia nos aporta, pero mis verdaderos guías espirituales no son los científicos, sino los
místicos; es decir, aquellos hombres y mujeres que han “experimentado” (uso de
forma deliberada este verbo) por pura gracia algo del Misterio insondable de
Dios y nos ofrecen pistas seguras, por más que sean débiles. El principio teresiano
“quien a Dios tiene, nada le falta” es la fuente de mi seguridad y
confianza en la vida. Cualquier otra fuente es siempre provisional y contingente.
¿Cuál es la actitud o la virtud que Teresa nos recomienda a los creyentes en
momentos de prueba? Es una que no goza de buena prensa en tiempos acelerados y cambiantes como los
nuestros: la paciencia. Frente a la ira − que es la
reacción espontánea cuando las cosas no salen como habíamos programado o imaginado
– la paciencia nos ayuda a sobrellevar los contratiempos y dificultades con la esperanza
de un bien mayor. No se trata simplemente de resignarnos, sino de esperar
confiadamente y de ponernos en camino.
Hoy se ha puesto de moda el concepto de resiliencia.
Este vocablo castellano viene del inglés “resilience”, que a su vez
proviene del latín “resiliens”, participio presente del verbo “resilire”,
que significa “saltar hacia atrás, rebotar, replegarse”. La RAE define
la “resiliencia” como la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un
agente perturbador o un estado o situación adversos”, pero el significado
ha ido evolucionando en los últimos años. En cualquier caso, uno puede ser “resiliente”
o “paciente” cuando ha experimentado que “quien a Dios tiene, nada le falta”.
Sin este anclaje, la paciencia y la confianza acaban disolviéndose frente
al empuje de muchas experiencias adversas. Creo que podemos fiarnos de Teresa.
Los grandes místicos son los mejores guías en tiempos de crisis. No son meros
charlatanes. Su fe ha sido puesta a prueba en crisis mucho más hondas que las
que nosotros podemos experimentar hoy. Han salido acrisolados como el oro en el
fuego.
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