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martes, 23 de junio de 2020

Me fío de Teresa

Tengo en la pantalla del ordenador el informe de hoy de la Universidad Johns Hopkins. Las cifras no invitan a la esperanza: 9.098.855 casos confirmados de Covid-19 en el mundo y 472.172 fallecidos. Cada poco tiempo cambian. Los números se disparan en Estados Unidos y Brasil. Crecen velozmente en México e India. Se contienen en Europa. Ya no sé qué decir. Nos está costando volver a la vida normal. Recibo un mensaje de un amigo mío chino en el que me dice que la situación en Beijing es alarmante y que no me fíe de los informes oficiales. Dividida Europa e infectado Estados Unidos (no solo por el Covid-19), el campo queda expedito para la potencia asiática. Veremos cuáles son los próximos movimientos en este inmenso tablero de ajedrez que es el mundo globalizado. 

Me escribía hace días una amiga pidiéndome que dijera algo sobre “cómo restaurar la confianza” en tiempos tan fluidos e inciertos como los actuales. No tengo ninguna fórmula secreta. Recuerdo el principio teresiano: “Nada te turbe, / nada te espante, / todo se pasa, / Dios no se muda, / la paciencia / todo lo alcanza. / Quien a Dios tiene / nada le falta: / solo Dios basta”. Pocas veces me han parecido más verdaderas y necesarias estas palabras. El “todo se pasa” habría que aplicarlo a la incertidumbre creada por la pandemia, pero, sobre todo, a la impresión que cada generación tiene de estar viviendo un momento único. Dentro de unos años, nos parecerá una pesadilla. La vida es tan frágil y a la vez tan fuerte que siempre se abre paso. Pero lo hace en permanente batalla con la muerte. Hay un himno pascual que resume muy bien, con la fuerza lacónica del latín, esta tensión: “mors et vita duello” (la muerte y la vida en duelo). Tenemos que acostumbrarnos.

El “todo se pasa” es una consecuencia del “solo Dios basta” (hace tiempo que, por recomendación de la RAE, no uso la tilde con el adverbio “solo”, por más que lo haya estado haciendo toda mi vida). Si es verdad que “solo Dios basta”, que Él es la única realidad sobre la que se puede fundamentar la vida, ¿por qué andamos dando tumbos, como esperando una extraña fórmula mágica que nos dé el secreto de la felicidad? ¿Por qué nos turbamos y nos espantamos ante una pandemia? ¿Por qué nos cuesta tanto creer a quienes paradójicamente nos llamamos “creyentes” − que “quien a Dios tiene, nada le falta”? Valoro mucho lo que la ciencia puede aportarnos para comprender el misterio de la vida y encontrar nuevas formas de abordarlo, pero eso no significa que coloque toda mi confianza en ella. En una reciente entrevista, el astrofísico británico Martin Rees responde así al periodista que le pregunta por lo que más le sorprende de la vida: “Cuanto más aprendo sobre el mundo natural, más asombroso me parece. Piense en la elaborada cadena de procesos químicos sincronizados que tiene que ocurrir cada vez que una mosca agita sus alas. Estos son probablemente misterios para siempre más allá de la comprensión humana”. Que un científico de la talla de Rees se atreva a hablar de “misterios para siempre” cuando la pretensión de la mayoría de los científicos es llegar a desvelar la trama de la vida, no deja de sorprenderme.

Valoro mucho lo que la ciencia nos aporta, pero mis verdaderos guías espirituales no son los científicos, sino los místicos; es decir, aquellos hombres y mujeres que han “experimentado” (uso de forma deliberada este verbo) por pura gracia algo del Misterio insondable de Dios y nos ofrecen pistas seguras, por más que sean débiles. El principio teresiano “quien a Dios tiene, nada le falta” es la fuente de mi seguridad y confianza en la vida. Cualquier otra fuente es siempre provisional y contingente. ¿Cuál es la actitud o la virtud que Teresa nos recomienda a los creyentes en momentos de prueba? Es una que no goza de buena prensa en tiempos acelerados y cambiantes como los nuestros: la paciencia. Frente a la ira − que es la reacción espontánea cuando las cosas no salen como habíamos programado o imaginado – la paciencia nos ayuda a sobrellevar los contratiempos y dificultades con la esperanza de un bien mayor. No se trata simplemente de resignarnos, sino de esperar confiadamente y de ponernos en camino. 

Hoy se ha puesto de moda el concepto de resiliencia. Este vocablo castellano viene del inglés “resilience”, que a su vez proviene del latín “resiliens”, participio presente del verbo “resilire”, que significa “saltar hacia atrás, rebotar, replegarse”. La RAE define la “resiliencia” como la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”, pero el significado ha ido evolucionando en los últimos años. En cualquier caso, uno puede ser “resiliente” o “paciente” cuando ha experimentado que “quien a Dios tiene, nada le falta”. Sin este anclaje, la paciencia y la confianza acaban disolviéndose frente al empuje de muchas experiencias adversas. Creo que podemos fiarnos de Teresa. Los grandes místicos son los mejores guías en tiempos de crisis. No son meros charlatanes. Su fe ha sido puesta a prueba en crisis mucho más hondas que las que nosotros podemos experimentar hoy. Han salido acrisolados como el oro en el fuego.


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