Cada vez estamos más rodeados de máquinas, robots y dispositivos electrónicos de todo tipo. La
inteligencia artificial está creando una nueva biosfera. No sabemos lo que nos
queda por ver cuando se implante el famoso 5G. Desde la nanotecnología hasta la
domótica, todo hace que se automaticen los procesos de creación y producción.
¿Qué impacto está teniendo este cambio en nosotros? Aquí se podría aplicar el
refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Si nos rodeamos de
“vida” artificial, acabaremos siendo artificiales. Es el sueño de las
corrientes transhumanistas. Si vivimos inmersos en ambientes donde cada vez hay
menos vida (vegetal, animal y humana), no nos extrañemos de que cada vez nos
cueste más vivir con energía y entusiasmo. La vida crece con la vida. Cuanto
más inmersos estamos en ambientes de vida, más aprendemos a vivir. Cuanto más
nos rodeamos de productos artificiales, más artificiales nos volvemos. Ya sé
que no hay una frontera nítida entre natural y artificial, entre vida
y no vida, pero me parece percibir que las personas que viven rodeadas de
plantas, árboles, animales y, por supuesto, personas con ganas de vivir, desarrollan
una actitud más positiva y realista ante la existencia. Una vez más, “la
vida atrae a la vida”.
Si esto es así,
una sociedad que se está volviendo cada vez más artificial, que rompe el
equilibrio de los ecosistemas, que altera la biocenosis, puede lograr
altas cotas de desarrollo tecnológico, pero puede poner en riesgo la
supervivencia de la especie humana, O, por lo menos, la vida tal como ahora la
conocemos. Nacer, desarrollarse y morir son procesos que vemos en las plantas,
en los animales y en los seres humanos. Convivir a diario con ellos nos da una
perspectiva realista y serena sobre nuestro propio destino. Los niños que ven
cómo nace un pollito, se planta un árbol o muere un abuelo, se preparan mejor
para no sucumbir ante las pruebas de la vida. Quienes, por el contrario, crecen
entre algodones, protegidos de cualquier inclemencia, o sumergidos en un mundo artificial,
pueden tener serios problemas a la hora de afrontar las inevitables crisis por
las que todos tenemos que pasar. Comparto la frase del naturalista Joaquín
Araujo: “Si no hay algo echando raíces, nada puede echar a volar ni
andar”. Él es un apasionado de los bosques: “Somos como somos porque
fuimos bosque. En realidad, somos un bosque que un día se bajó de las ramas y
echó a andar. Y el bosque nos sigue haciendo posibles. Este planeta está vivo
porque el 99% de lo viviente es vegetal”. Los árboles son generadores de
vida: “Sus suspiros son nuestro aliento. Es inabarcable su capacidad de
convivir y dar cobijo a toda suerte de organismos, pensemos que en un árbol de
la selva amazónica puede haber más de 1.000 especies distintas. Hay
comunicación y auxilio entre los árboles de un bosque. La simbiosis de las
micorrizas es esencial en la vida”.
La pandemia de Covid-19
nos está ayudando a comprender mejor la belleza y la fragilidad de la vida
humana. En el carrusel de emociones, podemos caer en la cuenta de que los seres
humanos no podemos sobrevivir sin una relación armoniosa −no competitiva o depredadora−
con los demás seres vivos. Cuando veo jóvenes que se pasan todo el día pegados
a los auriculares, que dejan sucios los parques en los que hacen botellón, que apenas
caminan, me pregunto qué calidad de vida les aguarda. Gracias a Dios, creo que
la mayoría de los chicos y chicas de hoy son muy sensibles al desafío ecológico.
Más allá de aceptar los datos científicos, tienen como un radar especial para
captar que, si continuamos con un estilo de vida como hasta ahora, no tenemos
mucho futuro. Se trata de aprender a vivir... viviendo, jugando en una danza coral
con todos los seres vivos. Por eso, la cultura rural es una verdadera
alternativa al urbanismo creciente de las últimas décadas. Hay personas
seducidas por los enormes rascacielos de Abu Dabi, Singapur o Shanghái. Yo
prefiero la tranquilidad de una aldea africana, de un pueblo toscano o de una
villa marinera. Los monasterios benedictinos fueron en su origen −y pueden seguir siéndolo hoy− una parábola de un mundo en el que naturaleza, seres humanos y Dios vivían en armonía.
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