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domingo, 31 de mayo de 2020

La imaginación (de Jesús) al poder

Después de cincuenta días de la Pascua de Resurrección, hemos llegado a la solemnidad de Pentecostés. Este año, al coincidir con el último día del mes de mayo, la fiesta del Espíritu ha desbancado a la fiesta de la Visitación de María. Pero no debemos olvidar que el Espíritu Santo y María forman un tándem victorioso y fecundo. Según el relato de los Hechos de los Apóstoles que hoy se lee en la primera lectura, “estaban todos reunidos” (Hch 2,1). No se menciona explícitamente a María, pero ese “todos” debía de incluir, sin duda, a la madre de Jesús. Unos versículos antes se dice que, tras la ascensión de Jesús, “todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la madre de Jesús y con los hermanos de éste” (Hch 1,14). La tradición de la Iglesia, reflejada en muchos escritos y obras de arte, siempre coloca a María en medio de la comunidad apostólica recibiendo al Espíritu en forma de “viento impetuoso” y de “lenguas de fuego”, símbolos muy elocuentes de la manifestación de Dios para cualquier judío que conociera bien el Antiguo Testamento. 

El fruto más visible de la irrupción del Espíritu sobre la primitiva comunidad es que “todos comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo los movía a expresarse” (Hch 2,4). Es una forma muy expresiva de indicar que, con la fuerza del Espíritu Santo, el Evangelio es comprensible por todos los seres humanos, que la división de lenguas producida en Babel se resuelve en una unidad radical de la familia humana realizada en la multiplicidad de lenguas y etnias porque –como leemos en la segunda lectura (cf. 1 Cor 12,3b-7.12-13), “todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.

La liturgia de hoy nos presenta al Espíritu desde tres ángulos diferentes: Lucas (primera lectura) subraya que el “viento y el fuego de Dios” ayuda a la comunidad a perder el miedo y redescubrir su misión evangelizadora a todo el mundo. Pablo (segunda lectura) vincula la acción del Espíritu a la confesión de Jesús como el Señor y a la construcción del cuerpo de Cristo con diversos carismas. Juan (evangelio) une el regalo del Espíritu –que se manifiesta como paz y perdón– a la muerte y resurrección de Jesús. Todos estos acontecimientos, espaciados temporalmente por Lucas, en Juan se concentran en la única “hora” de Cristo. Podríamos decir, en síntesis, que el Espíritu Santo es la “imaginación” de Jesús, llega adonde el Jesús de la historia no pudo llegar, traspasa toda frontera, todo límite espaciotemporal, hace de Jesucristo el “contemporáneo” de todo ser humano. Nos ayuda a iluminar desde Dios las nuevas e intrincadas situaciones que hoy nos toca vivir y que no encuentran un reflejo cabal en los evangelios. 

En definitiva, el contenido de la liturgia de hoy es tan rico y sublime que estas pinceladas no logran ni siquiera esbozarlo. Necesitamos un tiempo sereno de meditación para captar lo que el Señor nos quiere transmitir. En cualquier caso, podemos abrirnos a la luz que nos regala la fiesta de Pentecostés de este año 2020, tan inesperadamente singular. El papa Francisco acaba de enviarnos una carta a todos los sacerdotes de Roma invitándonos a abrirnos a la audacia del Espíritu para no permanecer prisioneros del temor y la parálisis pastoral. En medio de la pandemia que seguimos padeciendo a distintas velocidades y con diversas intensidades en todo el mundo, ¿podemos encontrar en la fiesta de hoy un poco de consuelo y de esperanza?

Algunos comentaristas europeos consideran que la pandemia del Covid-19 ha reabierto la brecha que hay en Europa entre los países del norte (predominantemente protestantes) y los del sur (casi todos católicos). Se habla incluso de nuevas y sutiles guerras de religión en la UE. Políticos y publicaciones holandesas, por ejemplo, han acusado a franceses y, sobre todo, a italianos y españoles de ser irresponsables, perezosos y aprovechados. El primer ministro de Holanda parece un representante del calvinismo más rancio, ese que –según la célebre tesis de Max Weber, fallecido en 1918, a los 56 años, a causa precisamente de una gravísima pandemia, la mal llamada gripe española– está detrás del capitalismo moderno, que, dicho sea de paso, ha producido una enorme riqueza, pero a costa de esquilmar y contaminar el planeta y de expoliar a muchos pueblos. Conviene decirlo todo.  La tensión se reproduce entre los Estados Unidos de América (de tradición protestante) y sus vecinos del centro y del sur (de tradición católica). 

En este continente se produce además un fenómeno que no tiene paralelo en los demás. Cuando un estadounidense se refiere a su país, en inglés, suele decir “America” (toma la parte por el todo, se apropia del nombre del continente entero). Para referirse a los demás países americanos, utiliza el plural: “the Americas”. Es una fórmula discriminatoria que acentúa las diferencias entre “nosotros” (Estados Unidos) y “ellos” (todos los demás). Jamás he oído hablar de “the Asias”, “the Africas” o “the Europas”. En este extraño mundo vivimos. 

Con semejante trasfondo, se entiende mejor la fuerza de una fiesta como la de hoy. El Espíritu Santo no ha sido derramado sobre una élite escogida, sobre un grupo de privilegiados. Su fuerza alcanza a todo el mundo porque todos (judíos, y griegos, blancos y negros, europeos protestantes y europeos católicos, americanos del norte y americanos del sur) la necesitamos para vivir. Pentecostés es el sueño de una humanidad que no está condenada a vivir en una Babel permanente, por más que muchos políticos actuales se empeñen en ello.




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