Ayer leí una interesante entrevista al sociólogo francés Alain Touraine. Él, desde la altura de sus
94 años, cree que estamos viviendo un tiempo sin rumbo y sin liderazgo. Nadie
parece tener claro qué dirección tomar, cómo enfrentarnos a un enemigo invisible
que tal vez lo llevábamos dentro antes de que se haya manifestado en forma de
virus. Da la impresión de que lo único que se les ocurre a las autoridades es
obligarnos a quedarnos
quietos en nuestra casa. Por todas partes se repite eso de Me quedo en casa, Io resto a casa, I stay at home. No es un gran mérito. No nos queda otra. Lo que a primera vista es una medida sanitaria
urgente acaba revelándose como una forma de control. Los gobiernos nos obligan a
recluirnos en la “república independiente de nuestro hogar”, como proclamaba
hace años la publicidad de Ikea, para impedir la propagación del virus, pero también para que no demos guerra y no compliquemos más las cosas mientras se encuentra un tratamiento adecuado o una vacuna.
Quedarnos en casa podría ser una sugestiva invitación a entrar en nuestro interior tras décadas de exterioridad compulsiva, pero Internet se encarga de mantenernos siempre fuera, informados y entretenidos, quizá también alienados. Así que, lejos de convivir con el silencio y el aburrimiento –condiciones imprescindibles para la vida espiritual y creativa–, metemos el mundo en casa para que dé la impresión de que todo sigue más o menos como antes de la pandemia. Podemos hablar con los amigos por teléfono o por Skype, leer los periódicos digitales para estar a la última sobre lo que está pasando, ver la televisión, consumir varias películas y conciertos, seguir las clases de nuestros profesores y hasta participar virtualmente en la celebración de la Eucaristía o en algún tipo de oración on line. Todo el mundo quiere vendernos algún producto para hacer más llevadero el confinamiento, desde una mascarilla de diseño hasta una aplicación para orar. No dejamos que el silencio nos confronte con nosotros mismos y que el diálogo cara a cara con quienes compartimos cuarentena doméstica nos permita encontrarnos de veras. Tenemos demasiado miedo a saber quiénes somos, qué queremos y qué esperamos. Mejor es dejarlo para otra ocasión.
Quedarnos en casa podría ser una sugestiva invitación a entrar en nuestro interior tras décadas de exterioridad compulsiva, pero Internet se encarga de mantenernos siempre fuera, informados y entretenidos, quizá también alienados. Así que, lejos de convivir con el silencio y el aburrimiento –condiciones imprescindibles para la vida espiritual y creativa–, metemos el mundo en casa para que dé la impresión de que todo sigue más o menos como antes de la pandemia. Podemos hablar con los amigos por teléfono o por Skype, leer los periódicos digitales para estar a la última sobre lo que está pasando, ver la televisión, consumir varias películas y conciertos, seguir las clases de nuestros profesores y hasta participar virtualmente en la celebración de la Eucaristía o en algún tipo de oración on line. Todo el mundo quiere vendernos algún producto para hacer más llevadero el confinamiento, desde una mascarilla de diseño hasta una aplicación para orar. No dejamos que el silencio nos confronte con nosotros mismos y que el diálogo cara a cara con quienes compartimos cuarentena doméstica nos permita encontrarnos de veras. Tenemos demasiado miedo a saber quiénes somos, qué queremos y qué esperamos. Mejor es dejarlo para otra ocasión.
En este contexto
de huida y temor, hay unos personajes que están haciendo exactamente lo contrario: permanecen y arriesgan. Su protagonismo es merecido. Los conocemos con el nombre genérico y hermoso de cuidadores. Cada día, a las ocho de la tarde, reciben un aplauso desde muchas ventanas y balcones de España. Por un tiempo, pasan a segundo plano políticos, artistas,
futbolistas, tertulianos y otras especies mediáticas y todos nos acordamos de
quienes en hospitales y centros de mayores, sobre todo, están cuidando a nuestros seres
queridos. Muchos de ellos ganan sueldos miserables, infinitamente alejados de
los que perciben quienes se dedican a patear un balón o a participar en un reality televisivo. Y, sin
embargo, sin ellos, nuestros enfermos y ancianos no podrían sobrevivir. Ellos
nos están recordando algo que habíamos olvidado: que en la vida no estamos solo
para ser felices (como machaconamente se repite por todas partes), sino para
cuidarnos unos a otros. El cuidado como expresión de amor concreto es una categoría subversiva porque pone patas arriba el desorden de nuestros valores.
De unos años a esta parte se ha convertido en moda el saludo inglés “Take care”, traducido normalmente como “¡Cuídate!”. Yo mismo lo he adoptado en ocasiones. Comprendo que tiene un lado positivo. Invitamos a la otra persona a que piense en sí misma y se proteja. Pero tiene un sutil lado negativo que podría explicitarse así: “Procura cuidarte tú mismo porque yo no pienso ocuparme de ti. Por favor, no me compliques la vida”. Cuidar a otros (marido, esposa, hijos, padres ancianos, amigos) se ha presentado casi como un estorbo para la realización personal, como una esclavitud moderna de la que que hay que desembarazarse cuanto antes. Dado que no tenemos tiempo para cuidar a nuestros seres queridos, hemos ido delegando en “cuidadores” (mejor sería decir “cuidadoras”) profesionales (casi siempre mal remunerados) esta sacratísima tarea. Ahora, en medio de esta pandemia, caemos en la cuenta de que por encima de la libertad individual para estudiar, trabajar, desarrollar los propios talentos, salir al cine o hacer turismo, está el deber –y el enorme derecho– de realizar una de las más nobles y hermosas vocaciones del ser humano: cuidar a nuestros semejantes, especialmente a los más desvalidos. Si uno no encuentra plenitud personal en esta tarea, jamás la va a encontrar en una profesión muy cotizada o en una vida social glamurosa. Dios es amigo de la vida, nosotros somos sus cuidadores, no sus controladores o programadores. Aquí está la clave.
De unos años a esta parte se ha convertido en moda el saludo inglés “Take care”, traducido normalmente como “¡Cuídate!”. Yo mismo lo he adoptado en ocasiones. Comprendo que tiene un lado positivo. Invitamos a la otra persona a que piense en sí misma y se proteja. Pero tiene un sutil lado negativo que podría explicitarse así: “Procura cuidarte tú mismo porque yo no pienso ocuparme de ti. Por favor, no me compliques la vida”. Cuidar a otros (marido, esposa, hijos, padres ancianos, amigos) se ha presentado casi como un estorbo para la realización personal, como una esclavitud moderna de la que que hay que desembarazarse cuanto antes. Dado que no tenemos tiempo para cuidar a nuestros seres queridos, hemos ido delegando en “cuidadores” (mejor sería decir “cuidadoras”) profesionales (casi siempre mal remunerados) esta sacratísima tarea. Ahora, en medio de esta pandemia, caemos en la cuenta de que por encima de la libertad individual para estudiar, trabajar, desarrollar los propios talentos, salir al cine o hacer turismo, está el deber –y el enorme derecho– de realizar una de las más nobles y hermosas vocaciones del ser humano: cuidar a nuestros semejantes, especialmente a los más desvalidos. Si uno no encuentra plenitud personal en esta tarea, jamás la va a encontrar en una profesión muy cotizada o en una vida social glamurosa. Dios es amigo de la vida, nosotros somos sus cuidadores, no sus controladores o programadores. Aquí está la clave.
¡Qué agradecido
estoy a las personas que en estos días están cuidando a los enfermos de los hospitales
y a los ancianos de las residencias! Ellos están haciendo vicariamente lo que tendríamos que hacer cada uno de nosotros, solo
que no siempre queremos o podemos. Ellos están poniendo rostro, amor, compañía
y atención donde el virus está difuminando los límites de la humanidad. Sin ellos,
estaríamos viviendo una anticipación del infierno. Cuando los veo revestidos
con sus trajes protectores, pienso que los “cuidadores” son los ángeles que
el Señor nos envía para aliviar un sufrimiento que se nos escapa de las manos.
He escuchado testimonios que me han dejado sin palabras y que me recordaban a los de algunos misioneros del pasado que morían a causa del paludismo y otras enfermedades tropicales en remotas tierras de misión. A una enfermera le oí decir en televisión: “Estoy exhausta, pero estoy donde tengo que estar”. Espero que cuando pasen estos días, semanas o meses de confinamiento, no olvidemos a los miles de personas que no se contentan con repetir “¡Cuídate!”, sino que se desviven por cuidar a quienes de otro modo no podrían sobrevivir. Sí, la vocación de “cuidadores” no es un residuo de culturas alienadas o el refugio de quienes no tienen otra alternativa laboral en la vida. Debería figurar, por encima de todas las demás, en la escala de valoración social e incluso de remuneración económica. ¡Gracias de corazón! Espero poder decíroslo personalmente a algunos de vosotros (o de vosotras, para ser más justo).
He escuchado testimonios que me han dejado sin palabras y que me recordaban a los de algunos misioneros del pasado que morían a causa del paludismo y otras enfermedades tropicales en remotas tierras de misión. A una enfermera le oí decir en televisión: “Estoy exhausta, pero estoy donde tengo que estar”. Espero que cuando pasen estos días, semanas o meses de confinamiento, no olvidemos a los miles de personas que no se contentan con repetir “¡Cuídate!”, sino que se desviven por cuidar a quienes de otro modo no podrían sobrevivir. Sí, la vocación de “cuidadores” no es un residuo de culturas alienadas o el refugio de quienes no tienen otra alternativa laboral en la vida. Debería figurar, por encima de todas las demás, en la escala de valoración social e incluso de remuneración económica. ¡Gracias de corazón! Espero poder decíroslo personalmente a algunos de vosotros (o de vosotras, para ser más justo).
Y graciasssss... a tod@s l@s "cuidador@s" que me han mantenido "vivo" en todas sus formas, a lo largo de mi vida, por los que he conocido el Amor incondicional del Padre.
ResponderEliminarMe haces pensar en los cuidadores ,Y me doy cuenta q tengo a una bien cerquita,mi sobrina Laura ella q la quiero como a mi hija,trabaja en una residencia con los abuelos como así los llama
ResponderEliminarEs un ejemplo para todos nosotros...Y está llena de Dios
Gracias y a seguir luchando aunq ahora estés malita
Soy Reyes pero arriba no sale mi nombre
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