Cuando uno va conduciendo por una autopista agradece que los diversos destinos estén bien señalizados. Una flecha oportuna puede librarnos del engorro de tener que hacer
kilómetros inútiles hasta encontrar la salida adecuada. Algo parecido sucede
con la ley de Dios, la Torah. Es como una flecha –o un conjunto de flechas– en la autopista
de la vida. Naturalmente, podemos ignorarlas, pero entonces corremos el riesgo
de perdernos o de dar vueltas innecesarias. Creo que este es el contenido
fundamental de las lecturas de este VI Domingo del Tiempo
Ordinario. La ley del Señor
no es tanto un conjunto de normas y mandamientos, a modo de un código frío,
sino una colección de historias en las que se narra con trazos muy humanos cómo
Dios ha ido conduciendo a su pueblo a lo largo de la historia. De aquí surge la
“sabiduría” que nos permite iluminar las diversas situaciones que vivimos hoy y
tomar las decisiones oportunas. La primera lectura lo explica con algunos símbolos
elocuentes: “Si quieres, guardarás los
mandamientos y permanecerás fiel a su voluntad. Él te ha puesto delante fuego y
agua, extiende tu mano a lo que quieras. Ante los hombres está la vida y la
muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera” (Eclo 15,16-17). Fuego,
agua, vida, muerte. Podemos elegir. Nuestro camino en la vida no está decidido.
Es un ejercicio de libertad: “Si quieres”.
Dios, a través de su palabra, nos dice a dónde conduce cada camino, nos
pone las flechas correspondientes, pero no nos obliga a seguirlas. Todo depende
de nuestras opciones personales.
Para elegir bien
necesitamos “una sabiduría que no es
de este mundo ni de los príncipes de este mundo, condenados a perecer”. Se
trata de “una sabiduría divina,
misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra
gloria” (1 Cor 2,6-7), la sabiduría
que brota de la locura de seguir a un Crucificado y que ninguna sociedad podrá
entender nunca porque desborda los límites de lo que consideramos razonable. La
sensatez de la fe no se basa en la coherencia de todos sus elementos, sino en la confianza en el que nos ha llamado. Solo a partir de ella podemos ir
un poco más lejos de lo que a los ojos del mundo es normal, conveniente o
legal. El evangelio de este domingo lo ilustra con mucha claridad. Jesús parte
de cuatro preceptos clásicos de la Ley judía (no matar, no cometer adulterio,
repudiar bajo ciertas condiciones y no jurar en falso). No los niega, sino que
los estira hasta darles un sentido profundo que enlaza con el espíritu de las bienaventuranzas.
No se trata de limitarse a cumplirlos para sentirse justificado, sino partir de
ellos para llegar hasta otras expresiones del amor más profundas o más altas.
También hoy
vivimos esta tensión entre la mera observancia externa de algunos preceptos y
el dinamismo de crecimiento contenido en ellos. Si entendemos la Palabra de
Dios como un conjunto de normas estrictas, tenderemos a desarrollar una fe
cumplidora, raquítica, de mínimos. Si la entendemos como una colección de
flechas que nos señalan el camino que conduce a la vida, entonces nuestra fe se
convertirá en una aventura humana en la que la dirección es clara, pero no todo
está decidido. Dios nos invita a tomar nuestras propias opciones, aquellas que –guiados
por las flechas de su Palabra– son más conducentes al destino final. La
experiencia nos enseña que, por no haber seguido estas flechas, los seres
humanos nos hemos perdido con frecuencia, nos hemos internado en parajes que nos han ido
deshumanizando cada vez más. Cuando la libertad se convierte en orgullo, fácilmente
nos empeñamos en que la dirección correcta es la contraria a la señalada por
las flechas. Luego pagamos las consecuencias. Lo estamos viendo a cada paso. La
palabra de Dios nos advierte que la codicia, por ejemplo, desvía al hombre de
su camino de amor. Con todo, muchos nos empeñamos en dejarnos guiar por ella.
Al final, experimentamos el sinsabor de quien nunca se sacia con bienes
materiales y de quien, para acumular más, ha ido dejando los “cadáveres” de sus
seres queridos por el camino. Cuando abrimos los ojos, nos damos cuenta de que
las flechas de la palabra de Dios eran las acertadas, pero a veces ya no
tenemos fuerzas para volver a la senda justa, aunque para Dios nunca es
demasiado tarde. Adquirir esta sabiduría para conducirnos en la vida es la
invitación de este domingo.
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