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miércoles, 12 de febrero de 2020

Fronteras éticas

Dentro de unas horas se hará pública la exhortación postsinodal Querida Amazonia. Si no he sido mal informado, en ella el papa Francisco no hablará de la ordenación presbiteral de hombres casados ni de la ordenación diaconal de las mujeres. Cree que no es el momento. Es probable que por esta sola razón muchas personas se olviden de los grandes desafíos de la región amazónica. En el fondo, les interesaba el Sínodo más por sus efectos colaterales (si es que llegaban) que por su sustancia. Es uno de los asuntos que ahora están sobre la mesa, pero hay otros muchos. 

En mi país ha comenzado ya, con amplio apoyo parlamentario, la tramitación de una ley que regulará la eutanasia. La filosofía que subyace se podría resumir en estas palabras pronunciadas por Fernando Cuesta, un enfermo de ELA que viajó a Suiza para poner fin a su vida: “Quien quiera vivir que viva, pero a los demás que nos dejen morir dignamente”. La cuestión va a dar que hablar en los próximos meses. Percibo en la mayoría de las intervenciones un planteamiento subjetivista o utilitarista. Quienes apoyan la eutanasia subrayan el valor de la decisión personal en una línea muy parecida a la que se sigue para reivindicar el derecho al aborto (yo hago con mi cuerpo lo que quiero). Quienes se oponen acentúan que la eutanasia es un modo de reducir los cuantiosos gastos sanitarios del Estado. Apenas hay planteamientos de fondo sobre la sacralidad de la vida humana, la necesidad de mejorar los cuidados paliativos o el verdadero significado de morir dignamente.

Comprendo que la cuestión es muy delicada y afecta a convicciones y sentimientos muy profundos, pero me llama la atención que el debate sobre asuntos que se refieren al principio y el final de la vida se produzcan, sobre todo, en los países ricos. A veces, tengo la impresión de que cuanto mayor es el nivel económico de las personas y las sociedades, menor es su sensibilidad ética, por más que esta insensibilidad se revista con el lenguaje progresista de los “derechos”: derecho a abortar, derecho a elegir el propio sexo, derecho a morir, derecho a autodeterminarse… Tanto los partidos de derecha como los de izquierda orillan a propósito cualquier referencia religiosa. La vida es un asunto que cocinamos nosotros. Ya somos mayores de edad. Dejemos a Dios fuera de estos planteamientos. Estoy seguro de que la ley será aprobada, pero también intuyo que dentro de unos años –como ha sucedido en algunos países con respecto a la permisividad abortista o la explotación de los recursos naturales– nos arrepentiremos de nuestro bajón ético y de la manera burda de eliminar “legalmente” a quienes nos estorban. Los seres humanos vamos de un extremo a otro. Podemos pasar del puritanismo más retrógrado a la permisividad absoluta y viceversa. Por decirlo con un ejemplo reciente: o explotamos a los animales hasta el extremo o los convertimos poco menos que en dioses adorables. Nos cuesta encontrar el punto medio de la virtud.

Como toda cuestión ética, también la de la eutanasia requiere afinar los conceptos y proceder con cautela. Pero a veces es necesario dar un golpe encima de la mesa y afirmar con rotundidad los valores innegociables. De otro modo, como me decía mi profesor de Moral Fundamental, moralistas, legisladores y canonistas acabarán quitándote la cartera a base de argucias éticas y legales. Por otra parte, en estos debates éticos hay que estar muy atentos al efecto talismán de las palabras. Todo lo que hoy quiera imponerse a la sociedad debe ser presentado con un lenguaje que conecte con las aspiraciones de los ciudadanos, que suscite en ellos una aquiescencia espontánea. Sabemos de antemano que conceptos como “deber”, “ley”, “autoridad”, “orden”, etc. suscitan un rechazo visceral. Por lo tanto, hay que usar siempre los opuestos: “derecho”, “libertad”, “opción”, “dignidad”, “autodeterminación”, etc. A ningún legislador se le va a ocurrir presentar la eutanasia como un crimen institucional con la atenuante de “ayuda compasiva”, sino, más bien, como el ejercicio individual del sacrosanto derecho a morir con dignidad. La batalla está perdida de antemano porque ¿quién se va a oponer a lo que se presenta como un derecho que afecta a la dignidad del individuo? Por eso, para no sucumbir al efecto talismán de las palabras, es necesario lanzar la jabalina más lejos, no confundir la compasión y la piedad con meros sentimientos, redescubrir el valor y la sacralidad de la vida en todas sus etapas, confesar nuestra esencial dependencia y multiplicar las iniciativas que ayuden a vivir una vida digna y saludable.

1 comentario:

  1. Profunda y muy interesante reflexión que nos ayuda a parar, pensar y reconectarnos a la realidad natural.

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