Han pasado ya las fiestas de Año Nuevo. En algunos lugares se vuelve a la normalidad. En otros queda
todavía la cita con los Reyes Magos. No sé si los niños de hoy la esperan con
tanta ansia como los niños de mi generación. Es probable que no, dado que Papá
Noel se ha adelantado a inundarlos de regalos el día de Navidad. La sociedad de
consumo ha conseguido colocar una fiesta de regalos al principio y otra al fin del
periodo navideño, con lo que se asegura un alto nivel de ventas. Algunos psicólogos
hablan ya del síndrome del
niño “hiperregalado”. El hecho de que en muchos casos ambos padres trabajen fuera del
hogar (con el posible descuido del acompañamiento de los hijos) o que estén
separados/divorciados (con las comprensibles dificultades para asegurar una presencia
regular) crea a veces sentimientos de culpabilidad que tratan de compensarse
con los regalos. Estos se convierten también en una forma de “comprar” el
cariño o de amortiguar posibles conflictos. El resultado suele ser una gran frustración.
Muchos niños, atiborrados de juguetes y otros regalos, solo parecen disfrutar
cuando desenvuelven los paquetes. Al poco tiempo, pierden el interés, que solo
vuelve a despertarse cuando tienen que romper el envoltorio y abrir la caja de un nuevo regalo.
Quizá
sin darnos cuenta estamos educando a personas ansiosas de tener cosas, pero
cada vez más incapaces de ser lo que son y de relacionarse con otros sin que
medie ningún objeto. No hay mejor regalo que la propia persona que se entrega y
que quiere a otra. El pasado día 26 de diciembre, cuando viajaba en coche de
Lisboa a Fátima, me sorprendió ver en las pantallas de la autopista A-1 un anuncio de
seguridad que, traducido del portugués, decía así: “El mejor presente es estar presente”. ¿De qué sirve la
proliferación de regalos materiales si somos incapaces de dedicar nuestro
tiempo a estar con las personas (incluidos los niños), a escucharlas y a
disfrutar con la relación?
Navidad se ha
convertido en un tiempo de regalos, pero, en realidad, tendría que ser un
tiempo del encuentro porque lo que celebramos es el mejor encuentro que jamás
ha existido: el de Dios con la humanidad. El título más navideño que se le aplica
a Jesús es el de Emmanuel (es decir,
Dios-con-nosotros). Lo que Dios nos regala no es un objeto excepcional, sino a
su propio hijo. Desde esta clave, la Navidad adquiere un sentido completamente
diferente. No es la fiesta del consumo, sino la fiesta del encuentro con los
cercanos y los lejanos. No es la fiesta del derroche, sino de la solidaridad.
No es la explosión de una alegría impostada (casi como por decreto) que luego
produce frustración, sino la alegría serena que brota de la contemplación del
niño Jesús como signo visible de un Dios que nos quiere. No es la promoción del
tener como fuente de felicidad, sino la dilatación del ser como espacio para acoger
a Dios. La Navidad no es, en definitiva, un período para “hacer caja” comerciando
con los sentimientos humanos y excitándolos hasta el extremo para que identifiquemos la felicidad con la satisfacción de los deseos, sino un tiempo de gratuidad y
gratitud por el don que Dios nos hace en su hijo Jesús.
Cuando somos
niños creemos (o, más bien, nos hacen creer) que seremos más felices cuantas más cosas
tengamos, Cuando somos jóvenes, aspiramos a formarnos bien para obtener un buen
trabajo y de este modo recibir un salario alto que nos permita seguir adquiriendo
bienes de consumo. Tan convencidos estamos de esta progresión, que somos capaces
de sacrificar tiempo, salud y relaciones con tal de ganar más y poseer más. Llega
un tiempo (a veces, por desgracia, no acaba de llegar nunca) en que caemos en la cuenta de que esta dinámica
nos convierte en esclavos del tener, se convierte en adictiva y acaba por secarnos el alma. Entonces,
empezamos un camino de decrecimiento. Nos vamos desprendido de cosas y malos hábitos. Aprendemos a necesitar cada vez menos. A medida que nos liberamos del virus de
la posesión, y aun de la avaricia, empezamos a disfrutar con otras dimensiones
de la vida que teníamos como anestesiadas; empezamos, en definitiva, a ser nosotros
mismos. Nos reconciliamos con nuestras
raíces y dedicamos tiempo y energías a relacionarnos con los demás, a quererlos,
y a cultivar nuevas prácticas que nos reconcilian con el verdadero sentido de
la vida.
Cuando hace años comencé a viajar mucho debido a mi cargo, procuraba
llevar maletas grandes repletas de cosas “por si era necesario”. Ahora, al cabo
de veinte años, viajo siempre con equipaje de mano, incluso si tengo que pasar
una temporada larga en algún país. La experiencia me ha enseñado que pocas
cosas son verdaderamente imprescindibles, que uno se puede liberar de un peso
inútil. Viajar ligero de equipaje es una fuente de libertad y una metáfora de una nueva manera de entender la vida. Lo intuimos de jóvenes,
pero tardamos mucho tiempo en ponerlo en práctica. Lo normal es que, como la mayoría,
sucumbamos a la quimera de creer que teniendo más vamos a ser más felices. También
de este sueño uno puede despertase. La Navidad es una oportunidad para ello.
No me queda más remedio que darte las gracias Gonzalo por el compartir diario de tus pensamientos, tu rica manera de observar la vida y a la vez simplificarla,reducirla al mínimo para que nos quedemos con lo esencial. Eres un regalo imprescindible. Feliz año, un abrazo.
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