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jueves, 12 de diciembre de 2019

El poder de las conversaciones

Escribir a bordo de un avión es incómodo, pero no tengo más remedio que hacerlo si quiero colgar la entrada de hoy antes de que termine el día. La verdad es que me hubiera gustado haber celebrado la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe en América, pero me he pasado el día sobrevolando el Atlántico (en el trayecto Panamá-Madrid) y luego el Mediterráneo (en el viaje Madrid-Roma). Paso de los 18-20 grados de Medellín a los poco más de 6 en la Ciudad Eterna. La decoración navideña inunda ya todos los ambientes por los que he pasado: calles, aeropuertos, comercios, etc. Ya se sabe que para la sociedad no existe el Adviento. Parece que en esta cultura inmediatista no hay tiempo para la espera y la esperanza, a no ser el que media entre un pedido a Amazon a través de internet y la llegada del paquete a casa. Pero, sin ellas, ¿cómo es posible comprender el sentido de la Navidad? 

Con frecuencia me pregunto qué esperamos hoy los seres humanos. Hace años, los seducidos por el ideal comunista esperaban una sociedad sin clases. Luchaban –y hasta mataban– por eso. Arrinconado este sueño por los sucesivos fracasos históricos, parece imponerse en muchos el sueño científico-técnico, muy ligado a las nuevas versiones del capitalismo, la confianza casi ciega en que la ciencia conseguirá lo que no han logrado ni las religiones ni la política: acabar con las enfermedades, las desigualdades y hasta con la muerte. Hace falta ser muy optimista –por no decir ingenuo– para mantener una esperanza de este tipo, pero flota en el ambiente. Muchas personas se sienten seducidas. Detrás de esta esperanza, hay una antropología materialista que concibe al ser humano como una supermáquina perfectible y controlable. No es esta la visión cristiana. ¿Qué podemos hacer para compartirla con quienes no ven a los hombres y mujeres como hijos de Dios, sino solo como primates evolucionados, a punto de ser alterados por las nuevas técnicas genéticas y de inteligencia artificial?

Durante los días pasados en Medellín, he conocido a un joven antioqueño de poco más de 20 años que ha trabajado como traductor del español al inglés para el único claretiano del grupo que no entendía ni hablaba español. Entre él y el claretiano más joven de los cerca de 50 que nos hemos dado cita había una distancia de más de 20 años. Él no procede de ambientes eclesiales. Sin embargo, se ha zambullido durante unas seis horas diarias en un encuentro de misioneros. A pesar de ser licenciado en Filología Inglesa, al principio tenía problemas para entender y traducir conceptos como “novicio”, “prefectura”, “teologado”, “eclesiología”, “superior mayor” o “comunicación de bienes”, tan propios de la jerga eclesiástica. De vez en cuando yo lo miraba de reojo para darle ánimos, consciente de que es muy difícil aguantar diez días hablando de temas que, a primera vista, no tienen nada que ver con las preocupaciones de un joven de poco más de 20 años. Él ha estado presente en la sala cuando hemos hablado de las visitas canónicas a las provincias de América, de la fidelidad vocacional y la vida comunitaria, de nuevos proyectos misioneros y hasta de economía y del protocolo para crear ambientes seguros para los niños y adultos vulnerables en nuestros ambientes pastorales. No hemos ocultado nada. Nada nos hace más libres que la verdad desnuda. Antes de despedirnos, me confesó que la experiencia, a la que se había enfrentado con una mezcla de incertidumbre, curiosidad y temor, le había resultado enriquecedora.

Estoy convencido de que los cristianos hemos sido agraciados con una esperanza indestructible, pero no siempre somos capaces de compartirla con sencillez y alegría. A menudo, nos cerramos en nuestros cuarteles de invierno, creemos que las jóvenes generaciones son impermeables a propuestas de vida como las que Jesús nos ofrece en el Evangelio. Sin embargo, todo joven es, por impulso vital, una persona en búsqueda. ¿Cómo tender puentes y abrir diálogos? Es verdad que la hiperconectividad nos absorbe y no facilita conversaciones tranquilas, sino solo rápidos intercambios verbales (o incluso el envío de unos cuantos emoticones a través de WhatsApp), pero, cuando se da un mínimo de apertura, caemos en la cuenta de que todos (niños, jóvenes y mayores) nos hacemos preguntas, buscamos caminos, queremos ser escuchados y queridos, soñamos un futuro mejor. En medio de nuestros ritmos acelerados, reivindico algunos espacios para este tipo de conversaciones sanadoras y creativas. Quizá no hay mejor Navidad que aquella que se produce cuando dos o más personas se encuentran, intercambian preguntas e inquietudes y, en medio del diálogo, experimentan que Dios se hace presente en forma de serena alegría, paz y una nueva esperanza. Pasar de esta Navidad existencial a la Navidad litúrgica es solo cuestión de buena voluntad. Le pido a la Virgen de Guadalupe, tan querida por el pueblo mexicano y americano en general, que nos regale conversaciones en las que podamos sentir que Dios se cuela por las rendijas de un intercambio sincero.



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