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miércoles, 27 de noviembre de 2019

La oración apostólica

En mi visita a las misiones claretianas de Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay, Perú y Bolivia durante los pasados meses de abril-julio, me sorprendió gratamente ver que en muchas de ellas la gente se sabía de memoria y la recitaba con frecuencia la llamada “oración apostólica”. Se trata de una oración muy usada por san Antonio María Claret y que él mismo incluye en su Autobiografía. Con algunas ligeras variantes con respecto al original, suena así: “Señor y Padre mío, / que te conozca y te haga conocer; / que te ame y te haga amar; / que te sirva y te haga servir; / que te alabe y te haga alabar / por todas las criaturas. Amén”. Claret añade más elementos, pero la esencia se reduce al juego de los cuatro verbos aplicados a Dios: conocer, amar, servir y alabar. Con las iniciales de cada uno de ellos se forma la palabra “casa”. Es una forma sencilla de recordar que Claret –al igual que Jesús– soñaba con estar en la casa del Padre para dedicarse a sus asuntos y no a los propios intereses o gustos. Otro elemento que llama la atención es la dimensión apostólica tan clara. No solo le pedimos a Dios que lo conozcamos, amemos, sirvamos y alabemos, sino que nos ayude a hacerlo conocer, amar, servir y alabar.  Se pone el acento en la experiencia personal, pero también en el hecho de compartir con otros esa misma experiencia.

Yo suelo invitar a algunas personas a hacer suya esta oración porque sintetiza en pocas palabras lo esencial de la espiritualidad apostólica. Este Rincón no es el lugar para escribir un tratado sobre esta plegaria, pero quisiera compartir algunos pensamientos que puedan conectar con algo de lo que hoy estamos viviendo. 

En primer lugar, la oración se dirige a Dios a quien se le llama Señor y Padre. Es probable que el primer título suene un poco distante; sin embargo, es un modo de reconocer el señorío de Dios sobre toda realidad. No se trata de un dominio despótico como el que puede ejercer un soberano de la tierra, sino de un ejercicio amoroso de paternidad universal sobre todo y sobre todos. Porque somos conscientes de que Él es nuestro origen y nuestro fin, porque intuimos que sin Él conducimos una vida errática e infeliz, le pedimos, en primer lugar, que nos ayude a conocerlo. En una cultura que encuentra muchos problemas para conocer a Dios, el libro de la Sabiduría nos ofrece una clave que parece escrita para el momento actual: “Lo encuentran los que no exigen pruebas y se revela a los que no desconfían. Los razonamientos retorcidos alejan de Dios” (Sab 1,2-3). 

Tenemos dificultades para conocer a Dios y creer en Él, pero nos sometemos dócil y acríticamente a muchos ídolos modernos, como la ciencia, la economía, la política o el deporte. Pablo, escribiendo a los romanos, nos ayuda a no caer en esta tentación: “Pues lo que se puede conocer de Dios lo tienen a la vista, ya que Dios se les ha manifestado. Desde la creación del mundo, su condición invisible, su poder y divinidad eternos, se hacen asequibles a la razón por las criaturas. Por lo cual no tienen excusa; pues, aunque conocieron a Dios, no le dieron gloria ni gracias, sino que se extraviaron con sus razonamientos, y su mente ignorante quedó a oscuras. Alardeaban de sabios, resultaron necios; cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes de hombres corruptibles, de aves, cuadrúpedos y reptiles” (Rm 1,19-23). O de actores, políticos y deportistas.

El conocimiento de Dios es inseparable del amor. No conocemos a Dios como podemos conocer una galaxia muy alejada de nuestro sistema. Él es nuestro Padre; por eso, en la oración le pedimos que nos ayude a amarlo, a depositar toda nuestra confianza en Él porque estamos convencidos de que “Dios es amor” (1 4,8) y de que “Él nos amó primero” (1 Jn 4,19). 

Si hemos sido hechos por Él y para Él, el sentido de nuestra vida es servirlo y alabarlo. Erramos el rumbo cuando nos dedicamos a servirnos a nosotros mismos o a buscar nuestra vanagloria. Y, sin embargo, caemos una y otra vez en esta tentación porque es el aire cultural que respiramos. Lo contrario nos parece de otro tiempo, algo lejano a nuestra manera moderna de entender la vida. Creo que la “oración apostólica” en su sencillez y brevedad es como una linterna que siempre nos ilumina el camino. O, si se quiere, como una diana que nos señala con mucha claridad cuál es el objetivo de nuestra vida como seres humanos. 

Sus famosos cuatro verbos sintetizan las etapas de un camino espiritual para hoy: conocer, amar, servir y alabar a Dios. Son, al mismo tiempo, las dimensiones de toda comunidad cristiana que quiere ser como un icono de la presencia de Dios en nuestro mundo. Toda comunidad se sostiene sobre cuatro pilares: la escucha de la Palabra (conocer), la comunión de vida (amar), el servicio a los necesitados y el anuncio evangelizador (servir) y la oración y la liturgia (alabar).




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