Según Jesús, el corazón no está en la caja torácica, sino donde está nuestro tesoro. Esto
complica su localización porque nuestro tesoro suele estar un poco disperso.
Por lo general, la familia y los amigos figuran en lugares de cabeza, pero, en
la práctica, el trabajo y el dinero roban más tiempo y preocupaciones. En este XIX Domingo del Tiempo Ordinario Jesús quiere explicar estas cosas al “pequeño
rebaño” de sus seguidores. Los cristianos, incluso cuando las estadísticas nos
son favorables, somos siempre un “pequeño rebaño”. Esto no debe ser motivo de
vergüenza y mucho menos de miedo. La verdadera alegría no viene de la
plausibilidad social sino de que “el
Padre ha tenido a bien darnos su reino” (Lc 12,32). A cambio, tenemos que
estar siempre con la lámpara encendida y la cintura ceñida para esperar al
Señor que viene en cualquier momento; es más, en el momento que menos
esperamos. Estas palabras no son una amenaza, como si a Dios le gustara
castigarnos con una muerte súbita para pillarnos fuera de juego (o sea, en
situación de pecado). ¿Qué Dios sería ese? Desde luego, no el Dios benevolente
que Jesús nos ha presentado.
Entonces, ¿por
qué esa llamada apremiante a “estar preparados”? La respuesta es sencilla:
porque Dios se hace el encontradizo con nosotros en cualquier pliegue de la
existencia humana. Quienes viven obcecados por las realidades temporales no
están en condiciones de reconocerlo, han perdido la capacidad de estar atentos.
Hoy se ha complicado mucho el ejercicio de la escucha y de la atención. La
abundancia de estímulos de nuestras ruidosas sociedades nos hace potencialmente
ateos porque nos roba la capacidad de vivir en silencio, de prestar atención a
la “música callada” que suena dentro y, en consecuencia, de oír lo que Dios
quiere decirnos. En realidad, por extraño que parezca, Dios quiere asesorarnos
en materia de inversiones. Conoce mejor que los expertos de Wall Street cómo funciona la bolsa de
valores. Nos invita a invertir en bienes no perecederos, aquellos que superan
la prueba del óxido y del paso del tiempo. Todo lo que invirtamos en dinero,
posesiones materiales, placeres, etc. tiene los días contados. Todo se queda a
este lado de la frontera. Solo lo que invertimos en amor es duradero. El amor
está avalado por Dios mismo porque Dios es amor. Quienes descubren esta
suculenta inversión se aprestan a dedicar todas sus fuerzas a amar a través de
los mil detalles de la vida cotidiana.
Quien ama siempre
está atento, siempre reconoce la venida sorprendente del Señor porque está en
su misma clave, canta en su tono. El amor no es un ejercicio opcional, no se
puede reducir a un par de detalles y unos cuantos minutos. Los que aman –y se
supone que los creyentes en Jesús hemos hecho del amor nuestro signo
distintivo– estamos de servicio las 24 horas del día y de la noche. Toda la
jornada es tiempo oportuno para practicar la fe, la esperanza y la caridad. En nuestra
casa la luz siempre debe estar encendida. No podemos colgar el cartelito de “No
molestar”. Quienes requieren algo de nosotros siempre molestan porque rompen
nuestros planes, trastocan nuestros horarios y nos obligan a no pensar en
nosotros sino en ellos. Por eso, no es posible amar sin morir a nosotros
mismos. Amor y muerte son dos caras de la misma moneda. Jesús lo dijo con otras
palabras: “Si el grano de trigo no muere
no puede dar fruto”. Si tenemos una cita con el cardiólogo podemos pedirle
que examine nuestro corazón para ver si está centrado en el amor o en otras
bagatelas. Porque “donde está nuestro
tesoro allí está nuestro corazón”.
Leyendo esto se me ha ocurrido que, en las casas donde hay niños pequeños y/o abuelos, suele haber una lucecita piloto que, en medio de la oscuridad, nos aporta luz para ubicarnos.
ResponderEliminarEsta misma luz nos puede recordar que, en nuestra casa, tendría que haber "luz encendida" las 24 horas del día.