Ya sé que san Agustín, como todo bicho viviente, tiene sus flancos débiles, tanto desde el punto de vista intelectual como moral, pero reconozco que a mí me cae bien. Por encima
de todo me parece un buscador, alguien que no se detiene a las primeras de
cambio, sino que continúa explorando, atraído por ese imán que se llama verdad. En tiempos de posverdades, no está el horno cultural actual para muchos bollos de este tipo, pero eso no
quiere decir que la búsqueda de la verdad no sea una pasión humana que atrae a científicos,
filósofos, artistas y místicos. El solo hecho de buscar ya está mostrando que
no nos damos por satisfechos con lo que somos y tenemos. Aspiramos a más. Queremos
claridad y orden, aunque de vez en cuando juguemos a ser oscuros y desordenados
como los niños que encuentran placer chapoteando en el barro. Mientras lo
hacen, sienten que las normas de corrección de los adultos no van con ellos.
Cuanto más insisten sus padres en que no se ensucien, mayor placer encuentran en
teñir sus ropas del color de la tierra.
Lo más fácil es
siempre resignarse, contentarse con vivir a base de tópicos y restringir al
máximo el campo vital. Uno se ahorra muchos problemas. Lo que sucede es que,
aunque dure mucho, vive poco. Vivir implica siempre buscar, cambiar, hacerse
preguntas, superar límites, abrirse a lo que nos desborda. En un día como hoy
no me resisto a no citar la conocida oración de san Agustín en sus Confesiones. Además de ser hermosa,
constituye una brújula que guía nuestra búsqueda en este proceloso mar en el
que vivimos. Es fruto de una experiencia personal, no de una mera especulación. Es antigua, pero describe bien un itinerario que no tiene edad. Merece la pena destacarla:
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera,
y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era,
me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que,
si no estuviesen en ti, no existirían.
Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo;
gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti.
Para mí, la
clave de esta oración está en las palabras: “Tú
estabas dentro de mí y yo afuera”. Agustín reconoce que buscaba “por de fuera”, que se lanzaba “sobre estas cosas que tú creaste”. No
encuentro modo mejor de describir lo que nos pasa hoy. Vivimos extrovertidos.
Tenemos miedo a explorar nuestra interioridad porque nos parece que está
habitada por monstruos (odios, resentimientos, heridas, miedos y sombras)
cuando, en realidad, es el santuario en el que habita ese Dios que “es más íntimo a nosotros que nosotros
mismos” (san Agustín dixit). La
ciencia –de la que tan orgullosos nos sentimos hoy– centra su atención en las
cosas que están fuera, creando un dualismo difícil de entender entre el sujeto
pensante y el objeto investigado. Quizá por eso los
científicos deberían practicar meditación. Cualquiera de nosotros, hombres
y mujeres de la calle, sentimos una gran propensión a lo que está afuera.
Creemos que si buscamos un buen empleo, si conseguimos una buena casa y si
aseguramos una buena cuenta corriente, nuestra vida se va a encarrilar, vamos a
apagar esa sed que hace del ser humano un ente insatisfecho. Agustín también
recorrió esa senda. Probó todo lo que un hombre culto y adinerado podía probar
en su tiempo, incluido el sexo. Su insatisfacción no disminuía porque –como él
mismo reconoce– “Tú estabas conmigo, pero
yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen
en ti, no existirían”. Las cosas pueden retenernos; de hecho, constituyen a
menudo obstáculos en nuestro camino de búsqueda.
¿Cómo puede
cambiar uno el rumbo de su vida? ¿Cómo puede orientar su búsqueda en la dirección
correcta? La respuesta es sencilla: abriéndonos al Misterio que nos habita,
aunque a menudo no seamos conscientes de su presencia y hasta huyamos de ella.
San Agustín utiliza una secuencia de verbos para describir la acción de este
Dios en nosotros: “Me llamaste y
clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y
ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que
procede de ti”. Dios nos llama, rompe nuestra sordera, brilla y
resplandece, cura la ceguera, exhala su perfume, nos toca. Son verbos que hablan
de una experiencia envolvente, atractiva, casi irresistible. Quien la ha
tenido, no sabe ya vivir de otra manera.
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