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miércoles, 14 de agosto de 2019

Aprender a comunicar

La figura de san Maximiliano Kolbe domina este día de agosto. Su vida es muy conocida. Incluso ha saltado al cine y a la pequeña pantalla. Se entregó como voluntario en el campo de concentración de Auswitchz a cambio de un padre de familia. Su ofrecimiento fue aceptado. En realidad, no supuso nada nuevo con respecto a su consagración religiosa, sino, más bien, una de sus posibles consecuencias. Cuando hizo sus votos se entregó a Dios para su servicio, aceptó ser “expropiado” para el bien común. A partir de ese momento, ya había muerto a sí mismo y a sus propios intereses. Como escribí ayer a propósito de los mártires claretianos de Barbastro, historias como estas parecen de otros tiempos y, sin embargo, se produjeron en el corazón del siglo XX. Algunas saltan a la fama, pero la gran mayoría permanecen en el anonimato. La Iglesia está formada por millones de personas que entregan su vida a diario, que contribuyen a hacer un poco mejor nuestro mundo, que multiplican los detalles de amor, que son competentes y honradas en sus profesiones. Sin embargo, como tuve ocasión de comprobar ayer en una conversación informal, lo que les preocupa a muchas personas es lo que los medios repiten una y otra vez por razones varias, algunas inconfesables: los metros cuadrados del apartamento del cardenal Bertone en Roma o del cardenal Rouco en Madrid, las inmatriculaciones de algunos bienes inmuebles por parte de las diócesis españolas, la cuestión del pago del IBI, el posible enterramiento de Franco en la cripta de la catedral de La Almudena y, por supuesto, los casos de abuso sexual por parte de algunos miembros del clero. No seré yo quien niegue importancia a estos asuntos. Sobre algunos de ellos, en particular sobre los abusos, me he pronunciado varias veces en este blog. Lo que empieza a agotarme es la imagen maniquea que muchas personas tienen de la Iglesia y que se reduce a dos polos: el polo negativo (formado por la curia vaticana y, en general, por la jerarquía eclesiástica) y el polo positivo (formado por los misioneros y la gente de Cáritas). En medio parece existir una masa amorfa, sin importancia, que casi no cuenta. La simplificación no puede ser más burda, pero funciona. Muchos cristianos contribuyen a reforzarla con sus opiniones triviales y sesgadas.

En el curso de la conversación, uno de mis amigos me dijo que, en realidad, la Iglesia no sabe “vender su producto”, no sabe comunicar todo el bien que hace. Y que por eso se difunde tanto su imagen negativa. Lo mismo dijo el periodista Carlos Herrera en una conferencia a la que asistí hace un año. Creo que, en buena medida, es verdad. La política de comunicación de la Iglesia es, en general, pobre y descuidada, aunque hay honrosas excepciones. No acabamos de ver la importancia de informar con transparencia y oportunidad de lo que sucede, quizá porque tememos la lógica manipuladora de los medios. Tenemos el producto mejor de todos los tiempos, pero no sabemos bien cómo codificarlo. Nos cuesta saltar a la arena informativa a pecho descubierto, con la suficiente dosis de buena preparación, creatividad y audacia. Pero hay otra razón que está escondida en el subconsciente colectivo y que yo valoro mucho. Se inspira en el dicho evangélico “que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda”. Jesús nos invita a ser sal y luz del mundo –es verdad–, a anunciar el Evangelio desde las azoteas, pero de una manera discreta, sin ir por la vida tocando las trompetas de la prensa, la televisión o internet para que todo el mundo aplauda lo que hacemos y nos dé una palmada en la espalda. El bien se difunde por sí mismo, no hay por qué amplificarlo siguiendo las leyes de la publicidad. Creo que entre una actitud vergonzante y otra exhibicionista, hay que encontrar un punto medio de información objetiva, cordial, adaptada a los códigos comunicativos de cada tiempo y cultura. De todos modos, ya se sabe que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Una vez que un prejuicio ha tomado cuerpo y se convierte en “dogma social” es muy difícil superarlo, por más datos objetivos que lo desmientan.

No suelo perder mucho tiempo en explicar lo que la otra persona se niega a considerar, aunque no lo comparta al cien por cien. Me he encontrado con bastantes casos a lo largo de mi vida misionera, sobre todo en España. La diferencia con respecto a otros países es abismal. Puedo presumir de haber estudiado obras de pensadores agnósticos o ateos para comprender sus posturas, leo habitualmente periódicos que son descaradamente antieclesiales con objeto de comprender también sus razones de fondo, procuro tener una actitud abierta ante cualquier opinión –incluso las más críticas contra la fe y contra la Iglesia– para aprender todo lo posible. En este blog me hago eco con frecuencia. Por desgracia, no observo el mismo grado de información e interés en muchos de los que critican sin piedad a la Iglesia. A menudo, su ignorancia sobre la religión y el cristianismo es proporcional a su odio. En el mejor de los casos, la frase tópica suele ser parecida a esta: “La religión está pasada de moda, no es más que una manipulación de las conciencias, aunque yo tengo un cura amigo que es muy buena persona”. Reconozco que la adversativa final, aunque a veces se refiera a mí, me incomoda mucho. Aquí no se trata de salvar un caso individual de las aguas contaminadas de la institución, sino de hacer un esfuerzo por tener una mirada lo más objetiva y desapasionada posible sobre un fenómeno social cuya próxima defunción se decretó hace un par de siglos, pero sigue más vivo que nunca. A veces pienso que este ejercicio de objetividad es metafísicamente imposible para el carácter ibérico que –como decía tristemente Antonio Machado– “desprecia cuanto ignora”.


2 comentarios:

  1. Estoy plenamente de acuerdo con muchas de tus afirmaciones. Principalmente coincido en que es muy difícil dar con informaciones veraces, constatadas y no polarizadas. Hoy en día, con tanta informacion como tenemos al alcance, nos encontramos con ideas absolutistas e intransigentes, con escenarios maquillados hasta el absurdo. Se presentan realidades llevadas a los extremos y la intolerancia más absoluta. Hemos pasado de desconocer y ser prudentes, a conocer mal y ser estúpidos. Alimentamos siempre más al lobo que nos atenaza, y dejamos desamparado al corderillo que nos alimenta.
    Desde mi perspectiva temporal, hay últimamente como unas extrañas ganas de creer que todo es un fiasco y que lo bueno es falso y lo malo verdad verdadera. Con tanta información mezquina, nos hemos empoderado y creído capaces de juzgar al prójimo sin profundizar más. Estamos creando personas tóxicas, de esas de las que hablabas otrora.
    Estoy muy de acuerdo en que unas manzanas podridas no son el jardín de manzanos, y que es una pésima actitud reprobable, ser injusto con el resto de individuos que sí tienen un comportamiento ejemplar y no son percibidos por la sociedad. Soy mujer, Pero no soy feminista, porque creo que se hace un mal uso de esa injusta situación de la mujer, para en lugar de educar a cerrar heridas, se enseñe a odiar, temer y despreciar al sexo opuesto, iniciando así una nueva batalla sin resolver la anterior. Es, como apuntábamos antes, fruto de una información desinformante, dañina y dirigida a manipular. Los muchos hombres buenos que son la mayoría que hay, no merecen ese desprecio injusto, y es normal que se acaben sintiendo ofendidos.
    Personalmente no puedo justificar mi falta de fe en ningún tipo de trauma ni decepción personal con Dios o con la iglesia. Mas bien es una conclusión que ha ido evolucionando a lo largo de mi vida. Pero al margen de mi relación o ausencia de ella, con Dios, tengo criterio propio para distinguir a las personas, que con fe o sin ella, son capaces de poner un granito de arena en la vida de quienes les rodean.
    Etiquetar es un error garrafal, los ateos odian a la iglesia, los hombres matan a las mujeres, los curas son pederastas, los inmigrantes son ladrones... Son etiquetas. Un señor o señora, un sujeto, es autor de sus desmanes. No entiendo la necesidad de salpicar con ello al resto del colectivo.
    En cuanto al tema de la iglesia y su supuesta decadencia, que pierde fieles practicantes , creo que, en mi modesta opinión, es consecuencia de varios factores. Uno de ellos, el de la mala prensa que tanto se promulga ultimamente, pero otro motivo puede que sea el de que, hoy en dia, ya no se cree en cuentos de hadas, (y pido perdón por la analogía). Antaño, cuando había menos informacion y la gente era menos labrada, las historias "mágicas" movían montañas. Resurreciones, apariciones, milagros... Eran un aliciente y satisfacían la inquietud del pueblo, que buscaba calmar su desasosiego y sus miedos y encontrar consuelo a las desgracias. Pero hoy en día la gente, ha dejado de "creer en los Reyes Magos". La sociedad se ha hecho "adolescente", ya no confían en cosas que no pueden percibir y hay un muro que ni el de Trump entre los hombres y mujeres de ahora y las retahílas religiosas. No digo ni sugiero que se dejen de pronunciar, pero si sugiero que, para que estos nuevos individuos hayen un deseo de profundizar y sobre todo de escuchar, habría que tratar de ser mejores comunicantes. Para ponerse al cargo de una parroquia, tal vez hubiera que valorar un curriculum sacerdotal que incluyera capacidades comunicativas y don de gentes. Es curioso que para las profesiones mas importantes de una sociedad no se valoran ciertos aspectos humanos. Para maestro, cura, o político se valoran los resultados académicos, que sin ser desdeñables, son insuficientes sin el carácter humano adecuado para ser capaz de transmitir algo tan en desuso, lamentablemente, pero tan esencial, como son los VALORES .

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    1. Gracias, Altair, por compartir tu opinión de manera tan amplia. Es evidente que todas las profesiones que implican un trato directo con las personas tendrían que incluir más formación en el arte de las relaciones humanas y de la comunicación.
      No entro en otros aspectos que exigirían una reflexión mucho más amplia.

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