Llegué ayer a Lima a las cinco de la mañana después de un vuelo de casi doce horas desde Madrid. He visitado varias veces la capital de Perú en los últimos veinte años.
Ahora me ha sorprendido la temperatura fresca –alrededor de 17
grados– y, sobre todo, el alto porcentaje de humedad relativa. Al final de la
tarde de ayer llegó al 94%. El paso por Lima ha sido fugaz porque hoy mismo, de
madrugada, he volado a Santa Cruz de la Sierra,
la capital económica de Bolivia. Aquí la temperatura llega casi a los 30
grados. El contraste es llamativo. De todos modos, tiempo habrá para comentar algunas incidencias de este
nuevo viaje misionero por tierras andinas, dos semanas después de haber regresado
del Cono Sur. Hoy quiero fijarme en un detalle casi insignificante. Ayer estuve
casi una hora esperando que apareciera mi maleta en la cinta número 6 del
aeropuerto Jorge Chávez de Lima. Desfilaban de todos
los tamaños, texturas y colores. La mía es una vieja Samsonite rígida, curtida en mil batallas, llena de arañazos por fuera pero
intacta por dentro, a prueba de maltratos, polvo, lluvia y agresiones varias.
Por más que miraba la cinta, mi maleta no aparecía. Recordé que en mi primera
visita a Lima, hace ya bastantes años, me extraviaron la maleta. Temí que se
repitiera la historia. Aguardé con paciencia mientras contemplaba cómo los
demás pasajeros se iban yendo y yo me quedaba casi solo. Al fin, después de más de
una hora de paciente espera, apareció mi vieja Samsonite
azul oscuro. Venía un poco aplastada, pero entera. Respiré. Ya me estaba
preparando para reclamar su desaparición en el mostrador de Air Europa.
Los viajes están
llenos de cosas imprevistas: pérdida de maletas, retraso o cancelación de
vuelos, encuentro con personas desconocidas, películas interesantes o aburridas, comida en
mal estado, compañeros agradables o maleducados, turbulencias frecuentes,
problemas en las aduanas o confusión en algunos aeropuertos. Lo mismo sucede en
ese gran viaje que es la vida misma. Al fin y al cabo, los viajes en coche,
tren, avión o barco no son sino metáforas, ensayos, de ese viaje formidable que
es la existencia. Perder la maleta equivaldría a perder los recursos que nos
permiten vivir con tranquilidad. Hay personas que pierden la salud, la fama, el
dinero, el amor, el trabajo, la casa, los amigos, un ser querido, la confianza
y hasta la fe. Cada una de estas pérdidas se puede vivir como un drama. Muchas personas
se vienen abajo cuando pierden alguna de sus referencias fundamentales. Sienten
que ya no son ellas mismas, que la vida las ha timado. Educados en una cultura
que nos impulsa siempre a ganar, encajamos de mala gana las inevitables pérdidas
a las que, tarde o temprano, tenemos que enfrentarnos. A mí me han extraviado
la maleta en tres o cuatro ocasiones a lo largo de mi vida. Las primeras veces
me sentí mal, reaccioné con rabia. Luego aprendí a llevar lo esencial en el
equipaje de mano. De esta forma, en caso de pérdida, puedo minimizar las
consecuencias. Debo añadir –en honor a la verdad– que los sistemas de traslado
y distribución de equipajes han mejorado mucho en los últimos años. Las pérdidas
ya no son tan frecuentes como eran antes.
¿Qué es, en
realidad, una pérdida? ¿Cómo sabemos si perdemos o ganamos? En economía y en
los juegos es fácil saberlo. En la vida las cosas funcionan de otro modo. Hay pérdidas
que, a largo plazo, se revelan como verdaderas ganancias. Y hay ganancias que acaban
siendo pérdidas. Hace unos pocos días leí que el
80% de los deportistas acaba en la ruina. Puede que el cálculo sea muy
exagerado, pero suele ser frecuente que lo que ganamos sin esfuerzo se acaba
perdiendo con facilidad. Saber perder sin volverse neurótico es uno de esos
aprendizajes que no forman parte del currículum académico y, sin embargo, nos
resultan imprescindibles para afrontar los muchos reveses de la vida. Cada pérdida
esconde, en el fondo, la oportunidad de descubrir algo oculto de nosotros
mismos, de aceptar las limitaciones de la vida con serenidad y de poner en marcha
nuevas respuestas. Las pérdidas nos enseñan más que las ganancias. Nos hacen
humildes, realistas y resistentes. Nos impulsan a seguir luchando sin absurdas
ensoñaciones. Nos devuelven a la tierra para construir sobre cimientos sólidos
y no sobre arenas movedizas. En fin, algo de esto se me pasó por la cabeza ayer
en el aeropuerto de Lima mientras esperaba la salida de mi vieja Samsonite. No quiero pensar lo que se me
hubiera ocurrido si no hubiera aparecido por la cinta 6 antes de que se
detuviera el movimiento.
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