En el vuelo de Buenos Aires a Madrid mi compañero de butaca era un varón de unos 40 años, de complexión fuerte y mirada arisca. Ocupaba el lado de la ventanilla. A mí me
tocó el pasillo, que siempre es preferible en los vuelos largos y nocturnos. Cuando
llegué, él ya estaba arrellenado en su asiento y con unos grandes auriculares en
las orejas. Creo que le dije buenas noches, pero no me respondió. No cruzamos
una sola palabra en todo el viaje. Ni siquiera una tímida sonrisa. Daba la
impresión de que éramos dos mundos completamente extraños. Esto es cada día más
frecuente. Cada uno vamos a lo nuestro. Los sistemas de entretenimiento individuales
han hecho que en los viajes aéreos nos abstraigamos del entorno y creemos nuestro
propio mundo a base de películas, música y juegos. Hace unos pocos años no era así.
Todavía me escribo con un ingeniero italiano con el que volé de Roma a Hong Kong
hace apenas siete años. Nos pasamos todo el vuelo conversando. Poco faltó para
una confesión en toda regla.
Ayer un compañero
mío, al regreso de un paseo vespertino por nuestro barrio romano, me dijo que
le había llamado mucho la atención no ver a nadie sonriendo. Es como si todos
nos hubiéramos vuelto más circunspectos y quizás tristes. Los móviles nos encierran
en nuestro pequeño mundo. Las noticias nos abruman. Poco a poco, nos refugiamos
en nuestras cuevas. Pasamos sin mirarnos. O quizás incluso sin vernos.
Temerosos de entrar en relación, acabamos prisioneros de nuestro solipsismo. Olvidamos
que los seres humanos somos “animales sociales”, que no podemos ser felices sin
abrirnos a los demás. Creemos que todo irá mejor si escogemos nuestro camino en
solitario, pero esa es una vía muerta que conduce al suicidio. Estamos hechos
para la relación. Más aún: no somos si no nos relacionamos. En el rostro de los
demás aprendemos quiénes somos. Si nadie nos mira ni nos habla acabamos por no
saber quiénes somos. Zombis que se desplazan de un lado a otro sin saber muy
bien adónde se dirigen o por qué caminan.
Sonreír es el
arte de las personas sencillas y felices. Los niños y los ancianos serenos saben
sonreír sin forzar una mueca artificial. Es como si la sonrisa fuera la
respiración del alma. Están reconciliados con la vida. Ni tienen miedo de ser
lo que son. No ven fantasmas por todas partes. No consideran a los demás como enemigos
o competidores. Las personas que sonríen afirman la vida sin decir una sola
palabra. Más aún: confiesan a Dios como Señor de la vida. Quizás por eso las
sociedades secularizadas e incrédulas sonríen menos. Practican el arte de la ironía
y aun de la socarronería, pero, poco a poco, van perdiendo la capacidad de
sonreír porque solo sonríe quien, en medio de las contradicciones de la vida,
sabe que hay un Amor que nos sostiene; por eso, no pierde la esperanza y las ganas
de vivir. No sonríe el ingenuo sino el creyente. A veces, lo mejor que podemos
hacer para mejorar un poco este mundo nuestro es sonreír desde dentro, dejar
que lo mejor de nosotros mismos se escape por la comisura de los labios.
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