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sábado, 20 de abril de 2019

El sábado santo del planeta Tierra

En esta árida estepa patagónica parece que no pasa el tiempo. Acostumbrado al ritmo frenético de las semanas anteriores, estoy viviendo ahora unos días de sosiego, con más tiempo para la meditación y la lectura. Ayer por la mañana, por ejemplo, me leí de un tirón un libro que encontré en la biblioteca de la comunidad claretiana de Ingeniero Jacobacci. Está escrito por el cordobés Marcos Aguinis en el año 2007. Se titula El atroz encanto de ser argentinos. La explosiva combinación del sustantivo encanto y del adjetivo atroz hacía presagiar una lectura cuanto menos amena. Reconozco que el autor –psicólogo, psiquiatra y escritor– posee un gran dominio del idioma español y de sus variantes porteñas. Repasa con ironía los tópicos que se vienen manejando desde hace décadas sobre los argentinos. Se podría decir que –como buen psiquiatra– tumba en el diván a sus paisanos y los reta a no desanimarse. Me ahorro juicios innecesarios. Cada país sin excepción tiene sus ángeles y demonios. Es saludable ponerles nombre, reírse de ellos y extraer algunas lecciones de futuro. Aprendemos tomando conciencia de lo que vivimos. La lectura del libro de Aguinis me ayuda a interpretar algunos síntomas que estoy percibiendo con claridad durante mi visita a este querido país y que influyen, de un modo u otro, en la misión claretiana. 

Hoy, Sábado Santo, es un día no litúrgico, un día cerrado por defunción y abierto por esperanza. Es también un día en el que la Madre espera y, con ella, todos nosotros. En mí resuenan las celebraciones de ayer y anteayer con la comunidad católica de esta población patagónica ubicada en territorio mapuche. He visto a mis hermanos claretianos muy interesados en conocer la historia de estos pueblos originarios, su cosmología sugestiva, sus reivindicaciones y sus luchas. Es la única manera de acompañarlos de cerca en su camino de fe y promoción social. Con ellos he hablado también de los enormes problemas medioambientales causados por algunas multinacionales que explotan las ricas minas de la zona. El problema es muy complejo. Entran en liza los intereses económicos de empresas extranjeras (aliadas en algunos casos con socios locales) con la defensa del medioambiente y el hábitat de los pueblos originarios. 

Como en tantos otros conflictos de este tipo en diversas regiones del mundo, antes de tomar una postura u otra, es preciso tener un conocimiento lo más objetivo posible de lo que está pasando. No es nada fácil porque, por lo general, las empresas extractoras tratan de maximizar los beneficios sociales de sus actividades (creación de algunos empleos, construcción de infraestructuras, etc.) y minimizar sus enormes riesgos ecológicos (consumo hídrico gigantesco, contaminación ambiental, expulsión de poblados mapuches, etc.). Quizás no esté libre de algunos prejuicios, pero me parece evidente el saqueo –a menudo consentido por las autoridades– a que están sometiendo este país. La voracidad extractora –que está conectada con nuestro estilo de vida consumista, no nos engañemos– apunta ahora al subsuelo de los glaciares. ¿Habrá algún límite?

Corre por la red el vídeo del discurso pronunciado por la joven activista sueca Greta Thunberg en el encuentro anual del World Economic Forum del pasado mes de enero. Es una llamada urgente a transformar nuestro estilo de vida antes de que el cambio climático sea irreversible y el planeta Tierra entre en una etapa de extinción. Se podría decir que, como consecuencia de un viernes santo de explotación y muerte infligido desde hace décadas a nuestro planeta, estamos viviendo ya una especie de sábado santo ecológico. La madre Tierra parece sumida en una tumba de explotación irresponsable. Vemos algunos reportajes en los medios de comunicación, decimos que “ya no nieva como antes”, combinamos las previsiones apocalípticas (“La Tierra tiene los días contados”) con mensajes tranquilizadores (“Tras una etapa de calentamiento, vendrá otra glaciación. Tranquilos, no hay por qué asustarse”), acusamos a los jóvenes de ser blandopacifistas, pero apenas modificamos nuestros hábitos. La vida sigue casi igual.

Parece más que demostrado que, si continuamos con este ritmo de consumo y contaminación, dejaremos un planeta exhausto para las próximas generaciones. Por eso, los jóvenes de todo el mundo son tan sensibles al desafío ecológico y protestan contra nuestra falta de responsabilidad. Por el contrario, pareciera que a muchos mayores nos diera casi igual (Total, yo no lo voy a padecer), como si estas cuestiones no nos afectaran de plano o, en el caso de los creyentes, no tuvieran que ver nada con nuestra fe. Y, sin embargo, el desafío ecológico está conectado con la espiritualidad. No es solo un problema técnico o político: es una cuestión moral y religiosa. Este sábado santo ecológico, en el contexto del Triduo Pascual, puede ayudarnos a meditar con serenidad sobre la muerte de nuestro planeta y acelerar su resurrección mediante un proceso drástico de cambio. Pero, si no reaccionamos a tiempo, puede ser también la ocasión para expedir un certificado de defunción definitivo. 

Los cristianos creemos que la vida entera se mueve según la lógica pascual (pasión-muerte-resurrección). Donde hay muerte, puede haber vida, pero con una condición indispensable: que el amor prevalezca sobre el egoísmo y los valores globales de la humanidad se antepongan a los intereses mezquinos de unas partes privilegiadas. No matemos la esperanza. Hagamos de este sábado santo ecológico una oportunidad para reaccionar con valentía, de modo que se abra paso un domingo de pascua para nuestro planeta y para la humanidad.


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