Francia llora la devastación producida por el fuego en la catedral de Notre Dame de París. Dicen que unos doce o veinte millones de personas (las cifras bailan según los medios) la visitan cada año. Yo también lo he hecho en
algunas, pocas ocasiones. Recuerdo bien el impacto que me produjo. Cuando ayer por la tarde, a eso de las 14,30 (hora
argentina), vi en mi teléfono móvil las primeras imágenes del incendio, sentí
una inmensa tristeza. La catedral
de Notre Dame es un símbolo de París, de Francia y de Europa. Sintetiza
una etapa de la historia en la que el catolicismo impregnaba la vida de los europeos.
Una catedral gótica es una Biblia en piedra y vidrio. No se necesita ser una
persona ilustrada –y ni siquiera religiosa– para sentir la belleza sobrecogedora
que se respira bajo sus naves. Si las iglesias románicas nos invitan a hacer un
viaje a nuestro interior, las góticas tiran de nosotros hacia arriba, nos proyectan
a un infinito que no conocemos, pero cuyo magnetismo nos atrae. Sin iglesias y
catedrales, Europa no sabe quién es. Es verdad que este viejo continente es
mucho más que una espléndida colección de edificios religiosos, pero no sería
lo que es sin ellos. Una catedral no es solo un lugar para el culto, es el
símbolo permanente de una nostalgia y un sueño. Toda catedral gótica nos dice
de dónde venimos y adónde vamos con el lenguaje callado de sus ojivas y sus
vitrales.
Comprendo la
tristeza de los franceses. El incendio que ha arrasado el techo de Notre Dame y
derrumbado la aguja situada detrás de las torres frontales parece indicar el
colapso de una civilización, de un modo vertical de entender la vida. Es como
si el fuego hubiese reducido a cenizas un espacio en el que todos los franceses,
incluidos los ateos y agnósticos, se encontraban como en casa.
Escribo estas líneas en Buenos Aires, pero, gracias a Internet, es como si estuviera en la isla de Francia contemplando un espectáculo que parece impropio del siglo XXI. Pareciera que los grandes incendios son cosa del pasado. Sin embargo, el siglo XXI se inauguró con el incendio y colapso de las Torres Gemelas de Nueva York (provocado por la maldad de los seres humanos) y continúa con el incendio y derrumbe parcial de Notre Dame de Paris (provocado tal vez por una negligencia). Por más que nos esforzamos por tener todo bajo control, por extremar las medidas de seguridad, la vida nos sorprende con reveses que nos dejan mudos. Somos grandes, pero no omnipotentes. Hacemos cosas hermosas y eficaces, pero no tenemos en nuestras manos el devenir de la historia.
Escribo estas líneas en Buenos Aires, pero, gracias a Internet, es como si estuviera en la isla de Francia contemplando un espectáculo que parece impropio del siglo XXI. Pareciera que los grandes incendios son cosa del pasado. Sin embargo, el siglo XXI se inauguró con el incendio y colapso de las Torres Gemelas de Nueva York (provocado por la maldad de los seres humanos) y continúa con el incendio y derrumbe parcial de Notre Dame de Paris (provocado tal vez por una negligencia). Por más que nos esforzamos por tener todo bajo control, por extremar las medidas de seguridad, la vida nos sorprende con reveses que nos dejan mudos. Somos grandes, pero no omnipotentes. Hacemos cosas hermosas y eficaces, pero no tenemos en nuestras manos el devenir de la historia.
Un incendio como
el de Notre Dame nos recuerda nuestra esencial contingencia y vulnerabilidad,
pero también nuestra capacidad de reacción. Parece que los bomberos de París han logrado
poner a salvo la estructura principal. El presidente Macron se ha adelantado a
anunciar que Francia
reconstruirá cuanto antes su catedral más emblemática. En el mundo
suceden a menudo desgracias más graves que el incendio de una catedral medieval
y, sin embargo, pocas tienen este enorme impacto. Los seres humanos somos
esencialmente simbólicos. No medimos las cosas solo según su magnitud o eficacia.
Nos dejamos seducir por aquellas realidades que, a partir de una base material,
nos transportan más allá, nos remiten a la infinitud de la que procedemos y a
la que peregrinamos. Por eso, no es extraño que mucha gente llore. No solo se
han perdido para siempre algunos tesoros históricos. Es posible que muchos
piensen que se ha perdido un eslabón de la historia sin el cual no es posible
reconstruir la cadena de nuestra identidad colectiva. Pero no hay mal que por
bien no venga. Tal vez un incendio puede reencender la llama de una fe que
parecía olvidada, pero que se mantenía viva bajo las cenizas de la indiferencia
o el escepticismo.
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