Durante el tiempo de Cuaresma, la liturgia de la Iglesia repite a menudo esta antífona: “¡Ojalá escuchéis
hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón!”. Este año me resuena con
más fuerza que otros años, quizás porque sigue vivo el impacto que me causó el
congreso sobre la “revolución de la ternura” en el que participé hace un par de
semanas. La ternura es la respuesta a la “esclerocardía” − “dureza del corazón” −, que es una de las enfermedades
de nuestro tiempo. Nos hemos vuelto duros porque somos desconfiados. Por todas
partes vemos potenciales enemigos o timadores de los que tenemos que defendernos. Basta observar cómo reaccionan algunas personas cuando se les pregunta algo por la calle. Si queremos vivir con serenidad y alegría, necesitamos al mismo
tiempo reinstalar
la confianza y aprender a ser tiernos (es decir, atentos, delicados,
cuidadosos, detallistas). En tiempos duros y competitivos como los nuestros, este lenguaje puede sonar demasiado blando, pero no
lo es. En realidad, describe las actitudes revolucionarias
de María, la mujer fuerte. Ella se fió de Dios sin tener las cosas claras.
La confianza le abrió un mundo inexplorado e hizo de su corazón un lugar de ternura entrañable. El papa Francisco lo expresa así en
su exhortación La alegría del Evangelio:
“Cada vez que miramos a María volvemos a
creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la
humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que
no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes” (n. 288). Solo los
fuertes saben ser tiernos y cariñosos porque la fortaleza les viene de su vida
interior, no de una fingida superioridad sobre los demás. No necesitan ir por
la vida de “duros” para que los demás los teman y respeten. No recurren a la descalificación, el insulto o la altanería.
Si a veces en la vida social
endurecemos el corazón para defendernos de los demás, en la vida espiritual sucede algo semejante. Nos cerramos en
nuestro pequeño mundo de miedos, seguridades y rutinas para que Dios no perturbe nuestra
vida. Tememos que su voz pueda alterar nuestra existencia. Preferimos el “plato
de lentejas” de nuestras opiniones y caprichos a la dignidad y libertad que nacen
de nuestra condición de hijos e hijas de Dios. Nos hemos acostumbrado tanto a vivir
como esclavos que ya ni siquiera añoramos la libertad del hijo. La “esclerocardía”
hace de nuestra vida personal, familiar y social un espacio frío, sin corazón. Vemos a los
demás como competidores en la carrera de la vida, no como hermanos y hermanas.
Y, casi sin darnos cuenta, nos volvemos insensibles a la única experiencia que
nos humaniza y nos hace felices: el amor. Hemos construidos corazas defensivas
tan impenetrables que no escuchamos más voces que el eco de nuestra propia
insatisfacción. ¿Cómo podemos “escuchar la voz de Dios” si apenas escuchamos la
voz de quienes tenemos al lado y ni siquiera la voz de nuestra conciencia? Sin un corazón tierno y confiado – un corazón de carne y no de
piedra, por emplear la expresión bíblica (cf. Ez 36,26) – Dios se convierte en un enemigo de nuestra felicidad o en una pesadilla
que arrastramos desde la infancia y de la cual nunca conseguimos desprendernos
del todo.
La liturgia cuaresmal nos pide que no
endurezcamos el corazón. Pero, por desgracia, no existe ninguna medicina para
combatir esta enfermedad llamada “esclerocardía”. Solo Dios puede transformar un corazón de piedra
en un corazón de carne. La “ternura” no es, sin más, el rasgo de un carácter amable, sino
un fruto del Espíritu Santo que nos trabaja por dentro. A nosotros solo se nos pide
una actitud de humildad y confianza para escuchar la voz de Dios y
dejarnos seducir y transformar por ella. Pero esta es cabalmente la actitud más
escasa en un mundo como el nuestro, orgulloso de su autonomía y desconfiado de
todo lo que huela a trascendencia. Nos han dicho tantas veces, por activa y por pasiva, que Dios no es más que un “invento” para hacer más tolerable
esta vida caduca, que, al final, hemos acabado aceptándolo como un dogma
incuestionable. Sin embargo, nunca es tarde para darnos cuenta de nuestra cerrazón
y dureza. Si para la ternura
siempre hay tiempo – como cantaba hace años Ana Belén – también lo hay para la escucha paciente. Cada vez me sorprendo más de las
vueltas que dan nuestras vidas. No hay nada escrito de manera indeleble. Cuando menos lo pensamos, podemos vislumbrar un
destello de luz en medio de la noche. La prueba de que esa luz nos ilumina es que, sin violencia por nuestra parte, el corazón se vuelve tierno, comienza a latir como un corazón humano. O quizá como el corazón de Dios.
Gracias Gonzalo... Hay mucho para digerir...
ResponderEliminarCuánta razón... Y la razón más bonita es saber cuánta bondad tiene Nuestro Señor hacia nosotros, y las miles de oportunidades que nos da para hacer de nuestras vidas un hermoso camino de amor y alegría hacia Dios, y hacia nosotros mismos... (Muchas gracias por compartir)Abrazo
ResponderEliminargrande desde Catamarca, Argentina.