Tras más de doce horas de vuelo desde Madrid, llegué ayer a Buenos Aires a las 8,25 de la mañana. Viajé en un Airbus 350-900. Desde los
accidentes de Indonesia y Etiopía, parece que los Boeing inspiran más temor. El
avión se llamaba Museo del Prado. Lo
han bautizado así para conmemorar el bicentenario del famoso museo madrileño. Era
un avión nuevo de 348 asientos. A mí me tocó junto a dos chicas argentinas que regresaban
a su país tras un viaje por Europa. Vi un par de películas españolas (El reino me pareció una denuncia
valiente de la corrupción política) y dormí todo lo que pude para compensar la
falta de descanso de la noche anterior. El otoño bonaerense es cálido y húmedo.
Tras los saludos iniciales, enseguida empecé a preparar la visita a los
claretianos de la Provincia de San José del Sur,
que comprende Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay. Ayer por la noche, viajé
desde Buenos Aires a Chascomús. Esta
será la primera comunidad que voy a visitar a lo largo de este IV
Domingo de Cuaresma. La Pascua está ya cercana.
En el Evangelio
de hoy se lee la famosa parábola del padre misericordioso y los dos hijos pródigos,
quizás la más larga, conocida y hermosa de cuantas contó Jesús. Es difícil no
estremecerse escuchando este relato. No importa que lo sepamos de memoria. Es
un guion perfecto para entender quiénes somos nosotros (a veces, derrochadores
e irresponsables como el hijo pequeño; casi siempre, cumplidores y rígidos como
el hijo mayor) y, sobre todo, quién es Dios. En realidad, solo se entiende la fuerza de
esta parábola cuando caemos en la cuenta de quiénes son los primeros
destinatarios. Lucas lo aclara al comienzo de la narración: “Todos los recaudadores de impuestos y los
pecadores se acercaban a escuchar. Los fariseos y los doctores murmuraban: Éste
recibe a pecadores y come con ellos” (Lc 15,1-2). Hay dos grupos: por una
parte, los recaudadores y pecadores, que, sin ninguna dificultad, se van a reconocer
en la figura de hijo menor; por otra, los fariseos y doctores, que no se van a
dar por aludidos cuando Jesús retrate la rigidez y tristeza del hijo mayor. La
tensión está servida. A ambos los quiere el padre. A ambos los busca. A ambos
les abre la puerta de un nuevo futuro.
Con una parábola así,
salida de los mismísimos labios de Jesús, ¿cómo es posible seguir alimentando
la idea de un Dios vengativo, enemigo del hombre, al acecho de nuestros fallos,
incapaz de celebrar la fiesta de la vida? A veces tengo la impresión de que
muchas personas que no creen en Dios o que tienen una imagen muy negativa de Él
nunca han escuchado con el corazón este relato. Jesús no puede ser más
explícito. En relación con el hijo menor, “estaba
aún distante cuando su padre lo divisó y se enterneció. Corriendo, se le echó
al cuello y le besó”. En relación con el hijo mayor, “su padre salió a
rogarle que entrara”. En ambos casos, el Padre toma la iniciativa, atiende a
cada uno según su necesidad, es sensible a su situación. Le mueve el amor, no
el castigo o el reproche.
Toda parábola es un espejo en el que vemos aumentados
los rasgos de nuestra fisonomía espiritual. Nos pasamos la vida preguntándonos
si nos parecemos más al hijo menor o al pequeño. Es probable que de jóvenes
encontremos la figura del menor más cercana a nuestros propios desvaríos. De
mayores solemos vernos reflejados en el resentido e intransigente hijo mayor.
En realidad, importa poco cuál sea nuestro perfil. El mensaje de Jesús nos
empuja más allá: quiere que todos, grandes y pequeños, acabemos pareciéndonos
al Padre; es decir, que desarrollemos una enorme comprensión hacia todos los
seres humanos: los despilfarradores de la fortuna y los que se creen dueños de
ella. Feliz domingo.
Gracias Gonzalo
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