Hoy se celebra en España el 40 aniversario de la Constitución de 1978. Hasta ahora, es la segunda más longeva en los 206 años de historia constitucional.
La primera fue la Constitución
de 1812 (la famosa Pepa); la
segunda, la Constitución
de 1837 (que reemplazó el Estatuto
Real de 1834; la tercera, la Constitución
de 1845 (expresión del doctrinarismo
español); la cuarta, la Constitución
de 1869 (aprobada tras la revolución de 1868); la quinta, la Constitución
de 1876 (que se mantuvo en vigor hasta el golpe de Primo de Rivera en
1923); la sexta, la Constitución
de 1931 (vigente hasta el final de la guerra civil); y la séptima, la Constitución
de 1978 (fruto de la transición política de la dictadura franquista a
la democracia). Algunas fueron efímeras. Solo la de 1876 y la de 1978 han
superado la barrera simbólica de los 40 años, que es una categoría bíblica que
ayuda a entender más cosas de las que uno pudiera imaginar. No soy ningún
experto en historia del constitucionalismo ni en derecho constitucional. En los
últimos años han aparecido muchas obras que estudian el origen de la
Constitución, su vigencia y sus posibles reformas. Una de ellas es Luz
tras las tinieblas de Roberto Blanco Valdés, cuya lectura ayuda a
comprender el alcance de un texto que ha servido −incluso con sus claras imperfecciones− para regular la espectacular transformación
de España en las cuatro últimas décadas.
Hoy se cuestiona la vigencia de la Constitución de 1978. No resistimos más de 40 años sin poner las cosas patas arriba. Mirando a la historia, pareciera que nos gusta más el modelo rupturista que el evolutivo, pero creo que, al final, se impondrá el más sensato. Algunos quieren abolir la Constitución de 1978 por razones varias (entre otras, porque ya no están
interesados en formar parte de un país llamado España); otros quieren mantenerla
tal cual, casi como si fuera un texto sagrado. Temen que cualquier cambio haga saltar en pedazos toda la arquitectura política sobre la que se basa. Una gran mayoría, sin embargo, quisiera
reformarla, pero
no hay acuerdo sobre los contenidos, el modo y los tiempos. Se habla de
racionalizar el modelo autonómico, de incluir nuevos derechos, de acentuar la
presencia de la mujer, y hasta de mejorar el lenguaje utilizado. Parece que, por el momento, no se da el espíritu de consenso que existió
en 1978, aunque eso solo se sabe con precisión cuando se pone manos a la obra. Es evidente
que se han dado muchos cambios sociales en los últimos 40 años. Uno de ellos es,
sin duda, la entrada de España en la Unión Europea. Mirando al futuro, no es lo
mismo apostar por unos Estados Unidos de Europa (con todas las consecuencias
políticas, económicas, sociales y militares que esto implica) que ir
desinflando el proyecto europeo hasta dejarlo en una agregación informe de
países. En el primer caso, la reforma de la Constitución tendría que tener muy
en cuenta el nuevo marco global. Los cambios producidos por la sociedad de la
información y por la creciente multiculturalidad son también factores nuevos que exigen una adecuación.
No sé qué pasos se darán
en los próximos meses y años. Yo sí soy partidario de una reforma muy
consensuada que permita corregir los defectos que se han constatado en los 40
años de vigencia y, sobre todo, que proyecte el país hacia el futuro dentro del
marco europeo. Para ello considero imprescindible, en primer lugar, calmar los
ánimos (abbassare i toni, como se suele
decir en Italia), implicar más a todos los ciudadanos, apostar por los grandes valores compartidos, contar con expertos en las
diversas materias y con políticos clarividentes y honrados.
No se trata de acabar con el “régimen del 78” −como irónicamente denominan algunos a la política
de los últimos 40 años, en claro paralelismo con el otro régimen, el franquista− sino de valorar, corregir y desarrollar lo que ahora tenemos. Dos condiciones me parecen
necesarias para acometer un proceso de esta envergadura: involucrar al mayor número posible de
personas en la elaboración y mostrar lealtad en la aplicación. Ambas han
flaqueado en los últimos años. Una Constitución nunca se debe hacer contra
nadie, sino como expresión de un consenso mayoritario, respetuoso de la diversidad (étnica, cultural, lingüística, religiosa, etc.) y capaz de regular la vida de una sociedad muy plural. Por otra parte, una vez
aprobada, no se puede estar cuestionando −y menos conculcando− cuando interesa
hacerlo por intereses personales o corporativos. Las reglas de juego se
observan hasta el final incluso en los partidos de fútbol más aguerridos. No se cambian unilateralmente a mitad
de juego. ¿Va a ser distinto en el campo de la vida social y política?
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