Cuando conduzco solo durante muchos kilómetros me da tiempo a observar y pensar. Ayer, mientras recorría
los campos y sierras de Castilla, disfruté con los colores del otoño y la
lluvia persistente. En ocasiones, los limpiaparabrisas no daban abasto para
desalojar el agua furiosa que rompía contra los cristales. Al sonido de las
gotas se añadían los Stradivarius que
sonaban en un concierto de Radio Clásica.
Con esta grata compañía, fui repasando lo vivido en un fin de semana emocionalmente
intenso. ¿Qué es lo que uno puede hacer cuando se enfrenta a situaciones que
parecen insolubles? ¿Cómo se abordan los problemas de la vida cotidiana? A
veces, con un poco de buena voluntad, diálogo e imaginación, se encuentran
soluciones. Otras veces, sin embargo, parece que todo se encalla. No se ve
ninguna salida. Podemos perder los nervios, desanimarnos y hasta reaccionar con
agresividad. Estoy convencido de que, en circunstancias semejantes, lo mejor
que podemos hacer es ser auténticos y esperar con paciencia. No siempre las respuestas
mejores están al alcance de la mano. Decía santa Teresa de Ávila que “la
paciencia todo lo alcanza”. Me temo que ésta –la paciencia– no es una virtud
muy valorada en la actualidad. Nos hemos vuelto tan ansiosos e impacientes que
cualquier espera, por breve que sea, se nos antoja insoportable. Y, sin
embargo, las mejores cosas se cuecen “a fuego lento”.
Casi por
deformación profesional, soy muy sensible a todos aquellos aspectos que no están
de moda. Hoy se valora a las personas rápidas, eficientes, a aquellas que
parecen estar siempre corriendo, como si les fuera la vida en todo lo que
hacen. Constituyen el reflejo de una cultura que ha hecho del “deprisa, deprisa”
su lema favorito. Todo cambia a velocidades vertiginosas. Alguien nos ha
seducido con el mensaje de que hay que estar a la última para no llegar tarde a
no se sabe dónde. Esta manipulación psicológica está a la base del consumismo
que nos devora. Como todo cambia muy rápido, hay que adquirir lo último. En este contexto, no me extraña que haya personas que griten: “Más
despacio, por favor”. No estoy reivindicando la cultura de la tortuga.
Por temperamento tiendo a ser rápido. Me agobian los discursos prolijos. Me
cuesta soportar a las personas que se enrollan para comunicar ideas sencillas. Procuro
ir siempre al grano. Pero esto no significa que defienda la falsa aceleración
en la que viven muchas personas. Estoy convencido de que los procesos de transformación
personal son lentos. ¡Y no digamos los itinerarios de fe! Temo a los conversos
que, de la noche a la mañana, pasan de la increencia a la fe con un entusiasmo
desbordante. Con la misma velocidad pueden pasar otra vez de la fe a la
increencia. He conocido varios casos. Hoy se comen el mundo y miran a los demás
como pobres criaturas. Mañana engrosan con igual furia las filas de los desencantados
y resentidos. Por lo general, la vida de fe, así como las relaciones
personales, se van haciendo “a fuego lento”. No es que quiera hacer publicidad del
himno de Rosana,
pero sí de la “lentitud” a la que alude.
No es posible
creer en Dios sin paciencia. A Dios tampoco le debe resultar fácil “creer” en
nosotros (es decir, amarnos) sin una infinita paciencia. Ya dice la Biblia que “el
Señor es paciente y misericordioso”
(Sal 103,8). Y san Pablo, en el famoso himno a la caridad, comienza diciendo
que “el amor es paciente” (1 Cor
13,4). La capacidad de respetar los ritmos de los demás y los propios es una
muestra clara de amor. Se suele decir que las plantas no crecen más deprisa porque
uno tire de sus hojas. Lo mismo sucede con las personas. Quienes tienen
responsabilidades educativas (padres, profesores, tutores, evangelizadores)
tienden a perder los nervios cuando las personas a su cargo no maduran a la
velocidad que a ellos les gustaría.
Quizás una buena terapia contra esta enfermedad de las prisas y la ansiedad sea adiestrarse en preparar platos “a fuego lento”. He escuchado a algunos cocineros decir que los alimentos saben mejor si se preparan con amor. Siempre me ha llamado la atención este maridaje entre comida y amor, pero tal vez encierra una sabiduría que necesitamos para afrontar las prisas de la vida. El amor se expresa en la paciencia para permitir que las cosas se cocinen en el tiempo necesario. Lo dicho: la terapia del “fuego lento” puede resultar imprescindible en tiempos de cocinas de vitrocerámica y de inducción y de microondas rápidos.
Quizás una buena terapia contra esta enfermedad de las prisas y la ansiedad sea adiestrarse en preparar platos “a fuego lento”. He escuchado a algunos cocineros decir que los alimentos saben mejor si se preparan con amor. Siempre me ha llamado la atención este maridaje entre comida y amor, pero tal vez encierra una sabiduría que necesitamos para afrontar las prisas de la vida. El amor se expresa en la paciencia para permitir que las cosas se cocinen en el tiempo necesario. Lo dicho: la terapia del “fuego lento” puede resultar imprescindible en tiempos de cocinas de vitrocerámica y de inducción y de microondas rápidos.
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