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domingo, 14 de octubre de 2018

¿Ricos o sabios?

Escribo la entrada de hoy minutos antes de salir hacia la plaza de san Pedro. Ha amanecido una soleada mañana de otoño. Imagino que Roma estará llena de peregrinos venidos de todo el mundo para participar en la ceremonia de canonización de siete beatos, entre los que se encuentran dos personas que han sido muy significativas en algunos momentos de mi vida: Pablo VI y monseñor Oscar Arnulfo Romero. En dos ocasiones he tenido la suerte de visitar la casita donde vivió Romero, la iglesia donde fue asesinado y la tumba donde yacen sus restos. No las puedo olvidar. En un día como hoy recuerdo de manera especial la relación que monseñor Romero mantuvo con los claretianos en diversos momentos de su vida. El 3 de mayo de 1979, por ejemplo, visitó la casa donde yo vivo ahora en Roma. 

Pablo VI también mantuvo una buena relación con nosotros, los misioneros claretianos. El P. Felipe Maroto, antes de ser superior general, fue profesor de Derecho Canónico de quien, años después, ocuparía la sede de Pedro. En la audiencia que Pablo VI concedió a los participantes en el Capítulo General de 1973, les dirigió unas hermosas palabras de reconocimiento y ánimo. Entresaco estas: “Amadísimos hijos: apreciad este vuestro patrimonio espiritual; no escatiméis desvelos en cuidar sus raíces, si de veras queréis ser un árbol siempre florido y joven, capaz de adaptarse al medio ambiente, a las exigencias cambiables de los tiempos para seguir dando frutos maduros a la Iglesia, como ha dado en el pasado y sigue dando en la actualidad, a través de sus hijos más preclaros”. Mañana contaré algo de la ceremonia de canonización.

Aunque este domingo viene coloreado por este acontecimiento, no olvido que la Iglesia universal celebra hoy el XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ninguna de las tres lecturas tiene desperdicio. Me cuesta resumirlas en pocas palabras. Creo que Jesús nos invita a optar entre apegarnos a las riquezas (y entonces corremos el riesgo de perdernos) o pedir el don de la sabiduría (para disfrutar de la vida plena). El hombre que se arrodilla ante él (Marcos no dice su edad; solo Mateo indica que se trata de un joven) quiere saber lo que tiene que hacer para “heredar” (no dice “merecer”) la vida eterna. Jesús le recuerda los mandamientos que se refieren a los deberes con los seres humanos. Omite deliberadamente los tres primeros referidos a Dios. El hombre se presenta como un cumplidor: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño”. La frase no implica una observancia perfecta, pero sí una clara orientación de la existencia. Jesús le propone un salto para empezar a saborear una vida más plena: la renuncia a las posesiones (no solo a las riquezas) para experimentar que Dios es el tesoro de la vida y estar disponible para los demás. Al hombre le parece una propuesta excesiva. Está demasiado atado a otras realidades. Se va triste. Jesús aprovecha su historia para hacer ver que quien se ata a las realidades de este mundo como si fueran definitivas cava su propia tumba y que quien recibe el don de desprenderse ya ahora, anticipa a esta vida terrena la plenitud de la eterna.

Jesús no está proponiendo un ejercicio de ascetismo para ver quién es más desprendido. Habla del don de la sabiduría (“Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”) que –según lo que leemos en la primera lectura– “todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro” (Sab 7,8). Solo quien se deja seducir por esa Palabra de Dios que es “viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu” (Hb 4,12) puede adquirirla. Son palabras que, a primera vista, suenan muy alejadas de las preocupaciones ordinarias de nuestra vida. Sin embargo, algo dentro de nosotros nos dice que son verdaderas, que por ahí va el auténtico camino. Uno puede humildemente pedir este don de la sabiduría, o –como el hombre del relato evangélico– permanecer atado a las propias seguridades y, por lo tanto, ser prisionero de la tristeza. La sabiduría es fuente de alegría; la codicia es causa de tristeza. Jesús no nos impone nada. Se limita a descorrer el velo (revelación) para que veamos con claridad lo que produce vida y lo que nos la quita. Nos corresponde a cada uno de nosotros tomar la decisión que nos salga de dentro. Los siete beatos que serán canonizados hoy no dudaron en fiarse de las palabras de Jesús. No lo tuvieron fácil, pero “para Dios no hay nada imposible”.

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