Escribo la entrada de hoy minutos antes de salir hacia la plaza de san Pedro. Ha amanecido
una soleada mañana de otoño. Imagino que Roma estará llena de peregrinos
venidos de todo el mundo para participar en la ceremonia de canonización de
siete beatos, entre los que se encuentran dos personas que han sido muy significativas
en algunos momentos de mi vida: Pablo VI y monseñor Oscar Arnulfo Romero. En
dos ocasiones he tenido la suerte de visitar
la casita donde vivió Romero, la iglesia donde fue asesinado y la tumba
donde yacen sus restos. No las puedo olvidar. En un día como hoy recuerdo de manera especial la
relación que monseñor Romero mantuvo con los claretianos en diversos momentos de su vida. El
3 de mayo de 1979, por ejemplo, visitó la casa donde yo vivo ahora en Roma.
Pablo VI también
mantuvo una buena relación con nosotros, los misioneros claretianos. El P. Felipe Maroto,
antes de ser superior general, fue profesor de Derecho Canónico de quien, años después,
ocuparía la sede de Pedro. En la audiencia que Pablo VI concedió a los participantes
en el Capítulo General de 1973, les dirigió unas hermosas palabras de
reconocimiento y ánimo. Entresaco estas: “Amadísimos hijos: apreciad este
vuestro patrimonio espiritual; no escatiméis desvelos en cuidar sus raíces, si
de veras queréis ser un árbol siempre florido y joven, capaz de adaptarse al
medio ambiente, a las exigencias cambiables de los tiempos para seguir dando
frutos maduros a la Iglesia, como ha dado en el pasado y sigue dando en la
actualidad, a través de sus hijos más preclaros”. Mañana contaré algo de la
ceremonia de canonización.
Aunque este
domingo viene coloreado por este acontecimiento, no olvido que la Iglesia
universal celebra hoy el XXVIII
Domingo del Tiempo Ordinario. Ninguna de las tres lecturas tiene
desperdicio. Me cuesta resumirlas en pocas palabras. Creo que Jesús nos invita
a optar entre apegarnos a las riquezas (y entonces corremos el riesgo de
perdernos) o pedir el don de la sabiduría (para disfrutar de la vida plena). El
hombre que se arrodilla ante él (Marcos no dice su edad; solo Mateo indica que
se trata de un joven) quiere saber lo que tiene que hacer para “heredar” (no
dice “merecer”) la vida eterna. Jesús le recuerda los mandamientos que se
refieren a los deberes con los seres humanos. Omite deliberadamente los tres
primeros referidos a Dios. El hombre se presenta como un cumplidor: “Maestro,
todo eso lo he cumplido desde pequeño”. La frase no implica una observancia perfecta,
pero sí una clara orientación de la existencia. Jesús le propone un salto para
empezar a saborear una vida más plena: la renuncia a las posesiones (no solo a
las riquezas) para experimentar que Dios es el tesoro de la vida y estar
disponible para los demás. Al hombre le parece una propuesta excesiva. Está
demasiado atado a otras realidades. Se va triste. Jesús aprovecha su historia
para hacer ver que quien se ata a las realidades de este mundo como si fueran
definitivas cava su propia tumba y que quien recibe el don de desprenderse ya
ahora, anticipa a esta vida terrena la plenitud de la eterna.
Jesús no está
proponiendo un ejercicio de ascetismo para ver quién es más desprendido. Habla
del don de la sabiduría (“Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo
puede todo”) que –según lo que leemos en la primera lectura– “todo el oro, a su
lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro” (Sab
7,8). Solo quien se deja seducir por esa Palabra de Dios que es “viva y eficaz,
más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se
dividen alma y espíritu” (Hb 4,12) puede adquirirla. Son palabras que, a
primera vista, suenan muy alejadas de las preocupaciones ordinarias de nuestra
vida. Sin embargo, algo dentro de nosotros nos dice que son verdaderas, que por
ahí va el auténtico camino. Uno puede humildemente pedir este don de la sabiduría,
o –como el hombre del relato evangélico– permanecer atado a las propias
seguridades y, por lo tanto, ser prisionero de la tristeza. La sabiduría es
fuente de alegría; la codicia es causa de tristeza. Jesús no nos impone nada.
Se limita a descorrer el velo (revelación) para que veamos con claridad lo que
produce vida y lo que nos la quita. Nos corresponde a cada uno de nosotros
tomar la decisión que nos salga de dentro. Los siete
beatos que serán canonizados hoy no dudaron en fiarse de las palabras de Jesús.
No lo tuvieron fácil, pero “para Dios no hay nada imposible”.
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