Son las seis de la mañana. Aquí, en la Villa Santa
Tecla, reina un silencio absoluto. Parece que el tiempo discurre de otra
manera. A esta misma hora en Roma bulle el tráfico. Aquí nada se mueve. No se
vive igual en el silencio del campo que contaminados por el ruido de las
ciudades. El ruido nos carga de tensión, aunque a menudo no nos demos cuenta de
ello. El silencio aquieta nuestro mundo interior. Quizá la mejor fórmula para
vivir tensos y aquietados sea una sabia, y no siempre posible, combinación de
ambos. La ciudad nos abre al mundo variopinto de las creaciones humanas, nos
hace ver que somos historia. El campo nos recuerda que somos naturaleza. Ambas
vías pueden conducirnos a la experiencia de Dios. El filósofo vasco Xavier Zubiri recopiló
algunos de sus primeros ensayos en la obra Naturaleza,
Historia, Dios (1944). Pertenece
a esa categoría de libros que ya no se leen, pero que nos ayudan a pensar las
cosas “de otra manera”, que nos ayudan a relacionar lo que nosotros solemos descoyuntar.
Durante estos
días estoy reunido en este silencioso lugar con mis compañeros del gobierno general.
Cada medio año tenemos una convivencia de cuatro días para compartir cómo estamos
y preparar juntos la agenda de los consejos intensivos. Se amontonan muchos asuntos
sobre la mesa. Antes de abordarlos uno a uno, como si fueran notas en el
pentagrama de nuestra vida misionera, es necesario colocar la clave. De lo contrario,
podemos despacharlos sin percibir su alcance y su significado. Huimos del ruido
y nos venimos al silencio. Es la única manera de encontrar la clave. Dentro de
unas horas tendremos un tiempo de retiro en el Eremo delle Carceri,
un precioso lugar donado por los benedictinos a san Francisco de Asís para que
pudiera “encarcelarse”; es decir, retirarse a orar y hacer penitencia para no perder la clave de su vida. Mañana
tendré oportunidad de contar algo de la experiencia. Todas las veces que lo he visitado
he sentido muy de cerca la comunión con la naturaleza, con la historia y con
Dios. Es uno de esos lugares sacramentales
que, si es posible, conviene visitar alguna vez. A mí me habla más que un museo
o una discoteca.
Encontrar la
clave de nuestro pentagrama personal: este es un desafío que todos tenemos en
las diversas etapas de nuestra vida. Nuestro pentagrama está salpicado de
notas. Cada una de ellas representa las diversas experiencias que vamos
acumulando: encuentros con personas, trabajos, viajes, enfermedades,
fracasos, alegrías, incomprensiones, éxitos… A menudo no sabemos qué sentido
tiene todo, cómo suena la melodía de nuestra vida, porque nos falta la clave al
comienzo del pentagrama. No “suena” igual una enfermedad desde la clave de la
fe en Cristo muerto y resucitado que desde la clave del mero azar, el
resentimiento o el absurdo. La mayoría de nosotros vivimos experiencias muy
parecidas. Lo que cambia el color de nuestra vida es la clave que cada uno
ponemos. La misma experiencia que para uno es causa de sinsentido puede ser,
para otro, un paso en su configuración con Cristo. Sin silencio es muy difícil
encontrar la clave y percibir el verdadero sonido de las notas. Por eso, es tan
necesario alejarse de vez en cuando del “mundanal ruido” para re-escribir la
partitura de nuestra vida. El ruido nos aturde y nos va asemejando a las
máquinas. El silencio nos ayuda a recobrar nuestra humanidad.
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