Es duro escuchar a Jesús regañando a Pedro con extrema dureza: “¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Son palabras que aparecen en el Evangelio de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario. Cuando uno lo lee y medita, tiende a fijarse en las dos preguntas que hace Jesús (“¿Quién dice la gente que soy yo?”, “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”) y en las respuestas de los discípulos a la primera (“Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas”) y de Pedro a la segunda (“Tú eres el Mesías”). Corren ríos de tinta tratando de esclarecer el trasfondo y el significado de estas palabras. Tanto las preguntas como las respuestas tienen mucha enjundia. Nos afectan de plano. Lo que digamos de Jesús influye en lo que decimos de nosotros mismos. Si afirmamos que Jesús es un hombre sabio, nosotros nos convertimos en alumnos. Si lo vemos como un sanador, nos acercamos a él como enfermos. Si lo confesamos como Mesías, nos transformamos en discípulos. Hay un juego entre las dos identidades.
Pero lo que hoy me descoloca es la reacción de Pedro después de que Jesús les explicara que su mesianismo no coincidía con lo que los discípulos imaginaban, sino que “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. Pedro, en un alarde de sensatez demasiado humana, “se lo llevó aparte y se puso a increparlo”. ¿Qué discípulo se atreve a increpar a su maestro, aunque sea en privado? La reacción de Jesús es de tal dureza que parece totalmente desproporcionada: “¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Jesús llama Satanás (es decir, el que desvía a otro del camino recto) a quien más tarde le confiará la guía de la comunidad de sus discípulos. No parece justo. Pedro debió de sentirse humillado y confundido. Después de haber acompañado un tiempo al Maestro, cae en la cuenta de que no ha comprendido nada acerca de su verdadera identidad y del significado de su misión.
A uno le entran ganas de echarle una mano a Pedro y seguir litigando con el Maestro. El desahogo podría fluir así: “Seamos sensatos, Jesús. ¿Quién se va a arriesgar a seguirte si nos dices que vas a ser ejecutado? ¿Quién se va entusiasmar con un estilo de vida que consiste en negarnos a nosotros mismos, cargar con nuestra cruz e ir detrás de ti? ¿Nos has tomado por estúpidos o por locos? Está bien que tú no encajes con lo que nosotros esperamos o imaginamos, pero de ahí a presentarte como un perdedor va un abismo. Hoy admiramos a la gente que triunfa. No pongas a prueba nuestra capacidad de aguante pidiéndonos que renunciemos a nuestras aspiraciones y carguemos con la cruz. No te quejes si mucha gente pierde el interés por ti. Tus palabras suenan tan alejadas de nuestros intereses y puntos de vista que cuesta mucho darles crédito. ¿No podrías actualizarte un poco y presentar una versión light, asequible, de tu mensaje? Tal vez tendrías más seguidores si no te empeñaras tanto en lo de “perder la vida por ti y por el Evangelio”. Tenemos demasiados problemas en nuestra vida cotidiana como para añadir el peso de una cruz que nos resulta demasiado pesada”.
Somos hombres. Pensamos como los hombres. Estamos genética y culturalmente preparados para la cordura, no para la locura que Jesús ofrece. ¿Por qué se nos somete a una tensión superior a nuestras fuerzas? Jesús escucha nuestro desahogo. Confía en que, tarde o temprano, empecemos a entender su secreto. No está dicho que todos lo consigamos. Mientras tanto, quizás es mejor no hablar demasiado de esto.
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