Cada época tiene sus modelos de hombre o mujer “realizados”. Ha habido gustos para todo: desde el guerrero hasta el monje, pasando por el burgués, el político, el aventurero, el
científico, el artista o el deportista de élite. Incluso, en algunos tiempos y
lugares, el torero y el misionero se presentaban como modelos de valor y entrega.
No sé cuáles son los modelos de los jóvenes de hoy. Intuyo que muchos admiran a
los grandes astros del deporte y la música o a genios como Steve Jobs, Bill
Gates o Stephen Hawking. No faltarán quienes se inclinen por los actores de
moda o incluso por algún político de raza. En el Evangelio de este XXV
Domingo del Tiempo Ordinario Jesús se sale de lo trillado y pone como
modelo de vida a un niño; es decir, a un ser que no cuenta. Pero antes, ha
hecho el segundo de los tres anuncios de la pasión narrados por el Evangelio de
Marcos. Los discípulos siguen sin entender algo tan absurdo como la entrega a la muerte, pero ya no se atreven a hacer preguntas y mucho menos a recriminarlo,
como hizo Pedro en el Evangelio del domingo
pasado. Se resignan a lo incomprensible.
Mientras, por el camino,
los discípulos se enzarzan en una discusión acerca de quién era el más importante. Se ve
que este tipo de disputas son intemporales. También hoy abundan las intrigas para ocupar los primeros puestos en la sociedad y en la Iglesia. Jesús, sentado como un rabino, los
convoca y les da una lección que ya no olvidarán jamás: “El que quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de
todos” (Mc 9,35). En la comunidad cristiana, el único honor es el del
servicio. Todos los demás pueden pasar de moda; el servicio se mantiene siempre en pie. El título más hermoso del Papa de Roma −que, por cierto, este fin de semana visita los países bálticos− es el de “servus servorum Dei” (siervo de los siervos de Dios). Por si la lección
no nos ha quedado clara a los discípulos de todos los tiempos, Jesús pone un ejemplo
inequívoco: “Quien reciba a uno de estos
niños en mi nombre, a mí me recibe” (Mc 9,36). En tiempos de Jesús −y no digamos hoy− los niños eran amados, significaban
una bendición de Dios. Pero −digámoslo también− los niños no contaban nada desde un punto de
vista legal. Incluso se los consideraba impuros porque transgredían los preceptos
de la ley. Es decir, no tenían ninguna relevancia en la sociedad. Ponerlos como modelos
significa hacer de la persona débil y necesitada el centro de nuestra preocupación.
Para las madres no suele ser ningún problema, porque ésta es siempre su actitud:
proteger al hijo más débil. Pero en la vida social y eclesial solemos
ensalzar a los más fuertes y arrimarnos a los que destacan.
Una vez más, la fe en Jesús
nos obliga a ir a contracorriente. Llega un momento en el que los cristianos
nos preguntamos si seguimos siendo ciudadanos de este mundo o pertenecemos a
otra galaxia. Da la impresión de que defendemos todo lo contrario de lo que la
sociedad considera apetecible. Cuando la mayoría quiere escalar puestos en el
escalafón social y sobresalir, Jesús nos pide que aprendamos a bajar peldaños y
a ponernos en el lugar de los más pequeños. Cuando todo el mundo quiere ganar,
Jesús nos invita a servir. Cuando soñamos con cenar con Penélope Cruz, Cristiano
Ronaldo, Bill Gates o Monica Bellucci, Jesús nos empuja a recibir a los que no
pintan nada, a proteger a los más débiles y a tener en nuestra lista de amigos
a algunas personas socialmente indeseables. ¿Cuánto tiempo tardamos en aprender esta extraña
lección? Los santos −como san Pio de Pietrelcina,
cuyo 50 aniversario de la muerte celebramos hoy− la han hecho suya; los demás vamos dando pasos
como podemos, a veces con más retrocesos que avances. Quizá tengamos que estar
más cerca de los niños para que nos enseñen cómo hacer.
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