Hace unas semanas salía el último número
de la revista española CONFER en el que aparece un artículo mío titulado “De
quemados a encendidos”. En él abordo un problema que afecta a muchos religiosos
y sacerdotes, pero también a numerosos laicos: el desgaste personal provocado
por la sobrecarga de trabajo y, sobre todo, por la pérdida de motivaciones para
afrontar la vida. En algunos casos, este desgaste puede conducir al suicidio. No
voy a reproducir aquí el contenido del artículo, ni siquiera a resumirlo, pero
sí quiero detenerme en alguno de sus puntos. En mi vida relacional y pastoral encuentro
un número significativo de personas que, con estas o parecidas palabras, me
dicen: “Estoy quemado, no aguanto más”. No es lo mismo decir “Estoy cansado”
que “Estoy quemado”. En el primer caso, uno se encuentra debilitado por haber
consumido mucha energía en algún ejercicio físico o mental. Esto sucede
normalmente en el desarrollo de nuestras responsabilidades. Cansarse es algo
normal en el caso de las personas trabajadoras. Del cansancio nos recuperamos descansando. Una actividad placentera, un
poco de ejercicio físico diario, una sana alimentación y un sueño reparador suelen
ser suficientes para recuperar el tono vital. A esto podemos añadir de vez en
cuando algunos periodos vacacionales.
Pero, ¿qué hacer
cuando uno está “quemado”? Aquí no se trata solo de una pérdida de energías físicas
o psíquicas (recuperables mediante el descanso), sino de una pérdida de
motivaciones. Cuando esto sucede, sirve de muy poco tumbarse en el sofá o
tomarse unas vacaciones. El problema es más radical, afecta a las razones por
las cuales vivimos, nos relacionamos, trabajamos y, en definitiva, afrontamos
la vida. La experiencia de “estar quemado” es a menudo la antesala de la
depresión. Los especialistas dicen que este síndrome afecta, de manera
especial, a las personas que tienen que cuidar a otras (médicos, enfermeros,
personal de emergencias, cuidadores domésticos), a quienes trabajan en el campo
de la educación (profesores, maestros, personal auxiliar) y, en general, a los
profesionales de la ayuda (sacerdotes, trabajadores sociales, bomberos, etc.).
Pero me he encontrado también a personas “quemadas” en otros grupos sociales. Se aducen
muchas razones: un trabajo desagradable o poco valorado, compañeros
insolidarios, jefes incompetentes y déspotas, horarios inhumanos, escasa
remuneración, falta de alicientes. Y, en muchos casos, algunos se queman porque, después de mucho tiempo, no acaban de encontrar un trabajo digno y tienen que conformarse con empleos precarios o quedarse en el paro.
¿Cómo se puede
pasar de la situación de “quemados” a la de “encendidos”? En ambas aludimos al
fuego como metáfora, pero se trata de dos fuegos diferentes. Hay un fuego que
quema, reduciendo la vida a cenizas; y hay otro que enciende, haciendo de ella
una llama luminosa y cálida. Para pasar de uno a otro, hace muchos años que encontré
pistas muy concretas en el itinerario que Jesús sigue con los discípulos de
Emaús. Se puede aplicar a las situaciones de desgaste. Cada uno de nosotros
somos ese compañero
anónimo de Cleofás que huye de Jerusalén para refugiarse en Emaús. El relato
del evangelio de Lucas (cf. 24,13-35) está construido dinámicamente como un
lento viaje de bajada (de la ciudad de Jerusalén a la aldea de Emaús), seguido por
un rápido camino de subida (de Emaús a Jerusalén). La bajada simboliza la experiencia
de sentirse decepcionados y quemados. La subida, por el contrario, alude a la
recuperación del sentido comunitario y misionero, del fuego de la vocación. Lo
que sucede a lo largo del camino se puede articular en cuatro etapas, que
señalan el proceso terapéutico del discípulo quemado que llega a convertirse en
discípulo encendido.
La primera etapa
consiste en hablar, en sacar toda la
negatividad acumulada en respuesta a la pregunta de Jesús: “¿Qué conversación lleváis
por el camino?”. Nosotros hablamos y él escucha. Es muy importante verbalizar
lo que nos pasa, poner nombre a nuestras decepciones. Luego se cambian los
papeles (segunda etapa) Nosotros escuchamos mientras él nos ofrece las claves de interpretación
a partir de la Palabra de Dios: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba
las Escrituras por el camino?”. No basta desahogarse; necesitamos encontrar
claves para saber por qué nos hemos quemado y cuál es el significado
existencial de esa experiencia.
La tercera etapa obedece a un deseo (“Quédate
con nosotros porque el día ya va de caída”), al que sigue una experiencia de
reconocimiento del Resucitado en la celebración de la Eucaristía (“Lo reconocieron al partir
el pan”). La persona quemada no puede abandonarse a las decisiones de los demás.
Tiene que expresar, siquiera mínimamente, su deseo de salir del pozo. Iluminados
por la Palabra y confortados por la Eucaristía, los dos discípulos regresan a
la comunidad de Jerusalén (cuarta etapa), acogen su mensaje (“Verdaderamente ha resucitado el Señor”)
y comparten su experiencia por el camino. Regresar al grupo humano del que nos
hemos alejado es esencial para reconstruir el tejido de nuestra vida personal y social. Antes de compartir con él lo que nos ha pasado por el camino, necesitamos aceptar lo
que el grupo tiene que decirnos, los valores que lo sustentan y que, en el
fondo, son los nuestros. Solo entonces la persona quemada experimenta que ha superado la prueba. La vuelta a la normalidad de la vida cotidiana es el signo más visible. No estamos llamados a estar quemados sino a ser luz.
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