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viernes, 10 de agosto de 2018

¿Por qué nos herimos tanto?

El verano permite acercarse a diferentes situaciones personales y familiares. Hay mucha gente que disfruta en familia durante este tiempo. Les gusta viajar juntos, organizar celebraciones y fiestas, reforzar los lazos que los unen y ofrecer una imagen de armonía. Pero, por desgracia, no es oro todo lo que reluce. Muy a menudo, detrás de una apariencia de unidad, se esconden verdaderos dramas, historias de rencillas, odios, resentimientos y ajustes de cuentas. Todo está como contenido, a la espera de que surja un pequeño incidente que destape la olla de los truenos. Una vez abierta, todo es posible. Personas que parecían muy cercanas y amables, llegado el momento, son capaces de insultarse, atacarse en los respectivos puntos débiles y herirse con saña. Las palabras hirientes salen de la boca sin control y duran unos segundos, pero los jirones abiertos en el alma pueden permanecer toda la vida. Sucede entre cónyuges, entre padres e hijos, entre hermanos y entre parientes y amigos. Nadie se libra de ser víctima o victimario. Todos podemos jugar ambos roles. Abierta la herida, no es fácil reconducir la situación a un punto de moderación e introducir un diálogo sereno. Una vez que el odio se apodera de nosotros, dejamos de ser sus administradores para convertirnos en sus primeras víctimas. 

Me pregunto por qué una persona que es competente en su profesión, cortés con sus compañeros, amable con los vecinos, estalla de ira en un momento dado hasta convertirse en un ser brutal. No es fácil reducir a unas pocas causas historias tan diversas, pero descubro algunos elementos comunes. Uno de ellos es el sentimiento de inferioridad. Cuando uno desde niño se siente inferior va acumulando un capital de resentimiento que puede estallar cuando una determinada situación le hace revivir las experiencias infantiles en las cuales se sintió marginado o preterido. De ahí la importancia de cultivar desde niños una sana autoestima que nos ayude a no ir por la vida comparándonos, midiéndonos con los demás, sino disfrutando de lo que cada uno somos. La inferioridad o la superioridad son actitudes que nos impiden una sana relación con nosotros mismos y con los demás. 

Otra causa es el deseo frustrado de posesión. Hay relaciones que se viven como si fueran una propiedad de la que uno puede libremente disponer. Cuando la otra persona no se ajusta a nuestras expectativas, cuando se abre a otras relaciones, uno puede sentir la fuerza imperiosa de los celos. Una vez que ésta se apodera de una persona, cualquier cosa es posible. He observado también que algunas personas revelan su verdadera identidad cuando hacen cosas buenas, pero luego buscan el momento oportuno para “pasar la factura”: “¡Con lo que yo he hecho por ti y así me lo pagas!”. Son personas que no experimentan satisfacción en el bien realizado, sino que necesitan el reconocimiento constante por parte de los demás. Si éste no se produce en la medida y forma que esperan, se vengan a base de desprecios o ataques injustificados. 

Hay personas que ventilan los asuntos complejos de la vida a medida que se van produciendo o en el momento que juzgan oportuno. De esta manera, impiden que se acumulen y pueden resolverlos de manera positiva. Otras, por el contrario, tienden a acumular todo en espera de una situación que les permita descargar toda la negatividad almacenada. Piensan que así podrán derrotar a sus “enemigos” y salir victoriosas. Es triste, por ejemplo, ver cómo dos cónyuges que se han querido pueden convertirse en enemigos irreconciliables tras una separación o un divorcio. Son capaces de hacer cualquier cosa con tal de herir a la otra persona. Algo parecido sucede entre hermanos por causa de la atención a los padres ancianos o la distribución de la herencia familiar. Lo que parecía un ambiente idílico se puede convertir de la noche a la mañana en un verdadero infierno. Donde reinaba un clima de libre conversación acaba imponiéndose un silencio gélido y una separación total. Incluso entre amigos se dan historias de incomprensiones, celos, rupturas y odios. ¿Por qué nos herimos tanto? ¿Por qué el mismo ser humano que antes amaba puede convertirse en un monstruo de odio? 

Nadie estamos exentos de historias negativas como estas, pero, en general, nuestras acciones son el reflejo de nuestras actitudes y éstas de nuestros sentimientos. Si “yo me siento mal”, mis actitudes serán agresivas o defensivas y mis conductas tenderán a la desconfianza. Si, por el contrario, “yo me siento bien”, mis actitudes serán expansivas y mis conductas tenderán a ser abiertas y confiadas. La raíz está, más allá de las circunstancias externas, en el modo como yo me siento y éste no es sino el reflejo automático de lo que yo soy. De ahí que la experiencia de la identidad sea la clave de todo. Si yo creo que soy más o menos que los demás, genero sentimientos de superioridad o inferioridad que enseguida ponen en marcha reacciones negativas. Si, por el contrario, yo creo que, por encima de cualquier otro accidente (raza, edad, cociente intelectual, orientación sexual, nacionalidad, profesión…), soy hijo o hija de Dios, mis sentimientos serán los de un verdadero hijo: dignidad, libertad, confianza, alegría y paz. No necesitaré compararme con nadie y, por tanto, no necesitaré agredir a nadie para defenderme. ¿Por qué nos herimos tanto? Porque nos queremos muy poco. Y nos queremos muy poco porque, en el fondo, no sabemos bien quiénes somos.

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