No se cuántos pueblos y ciudades de España celebran sus fiestas patronales en torno a la fiesta de la Asunción de la Virgen María, la Virgen de agosto, a la que se venera con innumerables advocaciones. La de mi pueblo natal es Nuestra Señora del Pino. Cuando en ocasiones he compartido este dato, algunos conocidos me han preguntado si yo era de Canarias porque, en efecto, la patrona de la diócesis de Canarias (islas de Gran Canaria, Fuerteventura, Lanzarote y La Graciosa) es también la Virgen del Pino. (Conviene añadir que uno de los compatronos es san Antonio María Claret, que, tras quince meses en las Islas Canarias -1848-1849-, llegó a confesar que “estos canarios me han robado el corazón”). En el caso de Vinuesa, la razón es obvia. El pueblo está enclavado dentro de uno de los bosques de pinos más extensos de Europa. Pero este no es un caso aislado. Casi se podría reconstruir la flora de la península ibérica a partir de las numerosas advocaciones marianas que surgen del nombre de plantas, flores y elementos de la naturaleza: Nuestra Señora del Camino, del Espino, de las Viñas, de la Fuencisla, del Monte, de los Llanos, del Mar, de las Nieves, de la Peña de Francia… El quinto misterio glorioso del Rosario presenta a María como “Reina de todo lo creado”. Antes de que se hablase del desafío ecológico, la Iglesia ya contemplaba a María en sintonía con toda la creación.
¿Por qué tanta gente se traslada a sus pueblos de origen para celebrar las fiestas patronales? ¿Qué magnetismo tiene María para convocar a tantos hombres y mujeres en torno a su fiesta? En muchos casos, hay poderosas razones religiosas que mueven a las personas a ponerse en camino. Es la llamada de la Madre, la “nostalgia del hogar”. Pero hay, además, un deseo de identidad colectiva. Es como si la Virgen fuera la Madre del pueblo, la que crea lazos, mantiene relaciones, hace que se superen las diferencias políticas y económicas. Cuando un pueblo entero, por ejemplo, canta el himno de su Patrona, experimenta un sentido de comunión que probablemente no se consigue de ningún otro modo. Es verdad que los hinchas de un equipo de fútbol pueden llegar casi al paroxismo cantando su himno cuando su equipo gana un trofeo importante, pero se trata, por lo general, de algo efímero. La devoción mariana, aprendida de niños, suele mantenerse toda la vida, incluso en aquellas personas que han abandonado la práctica religiosa y hasta la fe. Por eso, las fiestas marianas tienen un significado antropológico que resiste el paso de las generaciones, de las modas y de las corrientes ideológicas. Muchas cosas cambian. La Madre siempre está ahí. Cuando contemplo la pequeña talla románica que se yergue sobre un pino en el camarín de la iglesia parroquial de Vinuesa, imagino los miles de personas que, a lo largo de los siglos, se han emocionado ante ella, han orado, han recordado a sus seres queridos, han deseado ser mejores personas.
Los seres humanos necesitamos la fiesta como el comer. Sin ella, la vida entra en una rutina homicida. Ya sé que hay personas que “odian” las fiestas por diversos motivos respetables (recuerdo de seres queridos muertos, experiencias traumáticas del pasado, agorafobia, estado depresivo…), pero un pueblo que no sabe festejar, es, en el fondo, un pueblo que no sabe vivir unido. La fiesta acentúa los lazos que nos mantienen ligados en el día a día, introduce otro tiempo y otro ritmo, altera nuestras rutinas, nos invita al exceso, nos permite ser agradecidos y generosos. La fiesta es, en definitiva, un canto a la vida. Un canto… al Dios de la vida, a Aquel que, tras “trabajar” seis días (según el relato bíblico de la creación del mundo), al séptimo “descansó”, aunque mucho me temo que nosotros no descansamos durante las fiestas, sino que nos cansamos de una manera que nos resulta placentera. Quienes vibran con estas celebraciones entienden bien a qué me refiero. Por eso, tras los excesos festivos, viene un corto período de refracción antes de proseguir el ritmo cotidiano.
A todos los amigos del Rincón de Gundisalvus que celebraréis durante los próximos días las fiestas patronales de vuestros respectivos pueblos y ciudades, os deseo un tiempo de convivencia y de alegría. Prometo no cansaros con la descripción de las fiestas que yo mismo voy a vivir, aunque tal vez algún día se me escape algún comentario.
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