¿Qué gana uno permaneciendo treinta minutos o una hora en silencio frente al sagrario de una iglesia? ¿En qué consiste esa actividad que los cristianos llamamos oración? ¿Es la versión creyente de algunas prácticas que hoy se han puesto de moda, como la meditación oriental, el mindfulness o el zen? ¿Por qué Jesús insiste en que debemos orar siempre? ¿Qué hay que hacer para aprender a orar? Estas preguntas parecen poco veraniegas, pero me surgen cuando me encuentro con algunas personas desorientadas, que van por la vida como zombies, sin saber por qué hacen las cosas y –lo que es peor– sin saber para quién. Incluso quienes decimos que hemos encontrado un sentido en Jesús, no siempre actuamos movidos por esta convicción. No estamos exentos del cansancio, la pereza y la apatía. En todo caso, preferimos expresar la fe en cosas más productivas que la oración. No queremos perder nuestro preciado tiempo en “la cosa más inútil del mundo”. También nosotros somos víctimas de este mundo que parece valorar solo lo que produce algún rédito.
Hace años existía en la televisión pública española una serie titulada “Paisaje con figuras”. Recreaba a personajes de la historia situándolos en su contexto. Recuerdo muy bien el capítulo dedicado a Benedicto XIII, el llamado Papa Luna. Lo situaba al final de su larga vida orando en la capilla de su castillo de Peñíscola, en la costa mediterránea. El Papa (en realidad, el anti-Papa), hincado de rodillas, se dirigía al Cristo que pendía de una gran cruz. Sus palabras eran, más o menos, estas: “A lo largo de mi vida he luchado mucho en tu nombre, pero no he tenido tiempo para estar contigo. He querido ser tu vicario y he olvidado ser tu amigo. Entre nosotros ha habido mucho tiempo para el deber, pero poco para el amor. Y ahora –a deshora– caigo en la cuenta de que he perdido mi vida”. Es la triste confesión de un hombre que se empecinó en ser Papa (de ahí la célebre expresión española de “mantenerse en sus trece” que se aplica a las personas que mantienen una postura obcecada), pero no cultivó su relación personal con Cristo. Al final de su vida, se ve a sí mismo como un vasallo aguerrido, pero no como un amigo fiel. El balance es desolador.
Estoy convencido de que el cristianismo lánguido que vivimos en Europa es producto de una fe sin alma, reducida a “hacer cosas” con la mejor intención, pero sin el aliento que brota de “la cosa más inútil del mundo”; es decir, de la oración. Mientras no perdamos más tiempo en esta actividad inútil, seguiremos creyendo que todo depende de nuestra clarividencia y nuestro esfuerzo y no experimentaremos los frutos que produce la verdadera fe. El salmista lo expresa con humildad: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 126,1). Jesús fue mucho más directo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). ¿Quién nos enseñará a orar? En un momento dado de su itinerario discipular, los apóstoles de Jesús le formularon una clara petición: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Lo que sigue después es una enseñanza práctica.
Quizá nosotros tendríamos que expresar también nuestras necesidades con humildad: “Señor, llevo años intentándolo y todavía no sé. Enséñame a orar. Haz que no naufrague en palabras gastadas. Despierta en mí el deseo de perder el tiempo contigo. Haz que resista más de treinta minutos contemplando tu rostro”. La pobreza de quien reconoce su incapacidad es el primer paso en el camino de la oración. Luego, el Señor se va encargando de guiarnos si perseveramos en el intento. La “cosa más inútil” acaba convirtiéndose en la más necesaria. Llega un día que en que uno ya no puede vivir sin oración, como no puede prescindir del aire que respira.
Una vez más, muchísimas gracias, Gonzalo...
ResponderEliminarMuy bien dicho y expresado. Diagnóstico certero. Más razón que un santo. En gran parte, por esto mismo, incluso quienes más deberían considerarlo, desprecian como inútil los llamados del Cielo a ello, a la oración. A mí me resultan especialmente dolorosas las expresiones de desprecio a las palabras sabias nacidas del Corazón de la mejor de las Madres: " En el Rosario está cifrada la salvación de tu patria". Cifrada, clave, es la clave, la palanca, el punto de apoyo, el empuje, el catalizador. No habla de planes, habla del Rosario como compendio de oración de contemplación, petición, perdón, conversión, y si de ahí se parte lo que se haga será lo conveniente. Esa es la clave. Y, sin embargo, a veces, hasta los que presumen de hijos olvidan esto y ponen más esperanzas en sesudos estudios que lleven a magníficos planes pastorales con apenas frutos y que más parecen planes de empresa que, con un oido en el mundo y otro en Dios, obediencia a los designios de la Providencia que abren los caminos a la Salvación de Cristo y al abrazo del corazón de una Madre. Sugiero resoluciones sencillas prácticas y concretas, como hacía Claret... No tan complicado: confesión, adoración , comunión y rosario
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