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miércoles, 25 de julio de 2018

La atracción de los santos

De nuevo en Roma, fijo hoy mi mirada en la figura del apóstol Santiago, cuya fiesta celebramos hoy. La provincia claretiana a la que pertenezco lleva el nombre de este santo. Ya el año pasado confesé que todavía no he hecho el famoso camino que conduce hasta su tumba en la catedral compostelana. Llegará el momento oportuno. Mientras tanto, pienso en los millones de personas en todo el mundo que se alegran cuando llega la fiesta de su santo patrono. Es un fenómeno transversal, como se dice ahora. Afecta casi por igual a creyentes y no creyentes. Es como si la figura de estos héroes del pasado consiguiera unir a las personas de un modo que no pueden lograr los héroes del presente. A veces se trata de santos muy conocidos, como Santiago apóstol, san Martín de Tours, san Roque de Montpellier o san Antonio de Padua. Pero hay pueblos que se concentran en torno a las figuras de santos tan poco famosos como san Pedro Regalado o san Rigoberto de Reims. ¿Qué tienen los santos para seguir atrayendo a muchas personas? ¿Son solo una excusa para festejar los vínculos que unen a una comunidad? ¿Conservan todavía su aura de intercesores ante el Misterio y de protectores frente a los peligros de la vida? ¿Cuáles son los santos en alza en este mundo de estrellas e ídolos? ¿Es lo mismo encender una vela a san Francisco de Asís que colocar el poster de CR7 en la propia habitación?

La antropología cultural ha explorado la relación de algunos santos con sus pueblos o ciudades de origen. Hay ciudades que están indisolublemente ligadas a la figura de un santo. Pienso, por ejemplo, en Roma (donde los santos Pedro y Pablo son columnas), en Santiago de Compostela (inseparable de Santiago Apóstol), Asís (centrado en la figura de san Francisco), Padua (famosa por su san Antonio), Ávila (ligada a santa Teresa), Sevilla (que recuerda a san Isidoro) o Calcuta (que todo el mundo relaciona con la Madre Teresa). Es como si esos santos hubieran configurado de alguna manera la vida de sus pueblos. Poca gente visitaría Asís si no fuera por el impresionante legado franciscano. La gente se siente orgullosa de sus paisanos, convertidos en símbolos universales. Hasta la economía local se beneficia de esta fama. Hay otros lugares, sin embargo, que, por diversas razones, no vibran con los santos que proceden de allí. Los conocen, tal vez los admiran, pero no los sienten como un patrimonio propio. Podría poner algunos ejemplos muy cercanos, pero no quiero herir susceptibilidades.

Un santo simboliza todo aquello que los seres humanos querríamos ser y no logramos alcanzar. Nos gustaría ser valientes y audaces como Santiago, pobres y alegres como san Francisco, organizadores como san Ignacio, profundos y populares como santa Teresa de Ávila, divertidos como san Felipe Neri, inteligentes como san Agustín o santo Tomás de Aquino, coherentes como santo Tomás Moro, populares como san Antonio de Padua, misericordiosos como san Juan de Dios o san Camilo de Lelis, humildes como san Martín de Porres, creativos como san Benito o san Antonio María Claret, audaces como san Francisco Javier, arriesgados como santa Clara de Asís, caritativos como san Roque o santa Teresa de Calcuta… cada santo es un espejo en el que vemos reflejados los ideales que entendemos como nobles y humanos. Mirándolos a ellos, caemos en la cuenta de que estamos llamados a ir más lejos de la mediocridad con la que solemos vivir, que es posible desarrollar más nuestra humanidad, que la experiencia de Dios no es un obstáculo sino un motor. Por eso, leer vidas de santos ha sido siempre un acicate para avanzar en el camino de la propia santificación.

Los santos son también valorados como intercesores. Hay un debate clásico con los protestantes acerca de este significado, pero hoy se discute menos. Ningún católico sensato cree que los santos son diosecillos en el panteón celestial. Son “amigos fuertes” de Dios que se hacen eco de las necesidades de quienes todavía peregrinamos por este valle de lágrimas. Por eso, millones de personas se dirigen a ellos para impetrar favores. Basta acercarse a cualquier iglesia o santuario para comprobar cómo las personas encienden velas o hacen todo tipo de ofrendas delante de las estatuas o cuadros de sus santos favoritos. En otros tiempos estas prácticas podrían considerarse supersticiosas. Hay cristianos ilustrados que no se rebajan a estas devociones populares. Yo, sin ser aficionado a estas prácticas, me admiro de la fe de las personas sencillas que no tienen reparo en pedirle a san Blas que las proteja contra los males de garganta o a san Antonio que les consiga un buen novio. Pueden parecer reminiscencias de una fe infantil, poco depurada, pero a menudo expresan una confianza en la acción misteriosa de Dios que ha desaparecido de los cristianos racionales. La vida es más compleja de lo que las apariencias muestran. Mientras tanto, ¡viva Santiago!

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