Ya sé que hoy comienza en Rusia el Mundial de fútbol (con cambio repentino de entrenador en la selección española) y que hay un ministro de España que pasará a la historia como Màxim el breve (ha durado una semana en el cargo), pero yo ando metido en otras historias. He pasado un par de días en la comunidad claretiana de Ernakulam que, entre otras, se ocupa de la pastoral penitenciaria. Varios misioneros visitan las cárceles de hombres, mujeres y adolescentes. También acogen en casa a algunos de los que salen de la prisión para ayudarles en su proceso de reinserción social. Pude entrevistarme con tres. Uno ha encontrado trabajo como guarda de seguridad; otro es albañil; el tercero es pintor. Pasan el día fuera y, al atardecer, regresan a nuestra comunidad, en donde llevan una vida sosegada mientras se preparan para el regreso a su ambiente familiar. Estaba prevista una visita a una de las cárceles de hombres, pero, al final, no fue posible.
Entre las muchas experiencias vividas por nuestros misioneros en esta frontera de la criminalidad y la exclusión, hay una que me llamó la atención. Me la contó ayer mismo uno de ellos, casi con lágrimas en los ojos. Hace poco celebró una eucaristía en la cárcel de varones. A ella suelen asistir los presos católicos, pero también algunos hindús y musulmanes guiados por la curiosidad. No faltan, de vez en cuando, funcionarios y policías para garantizar el orden. Mi compañero claretiano comentó una de las parábolas de Jesús sobre el perdón. Puso el alma en ello. Fuera, en el pasillo, estaba un policía hindú escuchando. Mi compañero no lo sabía. A los pocos días, este policía hindú se le acercó y le dijo, poco más o menos, lo siguiente: “Padre, el otro día estuve escuchando desde el pasillo lo que usted dijo en el servicio religioso que tuvo con los presos. Me conmovió tanto que, cuando regresé a mi casa, llamé a mi hermano para pedirle perdón por algo que nos había alejado desde hacía bastantes años. No sabe cómo se lo agradezco. Me he quitado un gran peso de encima”. Mi compañero se hacía cruces (nunca mejor dicho) del efecto que puede tener la Palabra de Dios en personas que nunca hubiéramos imaginado. Dios sabe cómo y cuándo llegar al corazón de los seres humanos.
La historia vivida por mi compañero claretiano me hace ver que nunca es tarde para perdonar. Conozco a algunas personas cercanas que están como atenazadas por un odio y remordimiento que no les permite vivir con serenidad y alegría. Ven la vida por el estrecho agujero de su herida abierta. Se han sentido traicionadas y por nada del mundo están dispuestas a perdonar. Acumulan argumentos contra sus enemigos. Se retroalimentan día y noche. Les parece una cuestión de honor y dignidad cuando, en realidad, es solo una cuestión de orgullo herido. Creen que, manteniéndose inflexibles, vencen a la otra parte y vengan su honor, pero las perdedoras son ellas mismas No hay peor derrota que la producida por el odio anidado en nuestros corazones. Es como un virus que acaba corroyendo todo y que transforma nuestra vida en un infierno.
Jesús comprendió muy bien este drama humano. Por eso, nunca dividió el mundo entre puros e impuros, buenos y malos. Todos estamos necesitados de perdón, incluso los que se presentan como dechados de honradez y pureza: “Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8,7). Las hermosas parábolas del capítulo 15 de Lucas son un bálsamo para curar la herida del odio. Solo cuando nosotros mismos experimentamos que hemos sido perdonados por Dios en medio de nuestra miseria, sacamos fuerzas de debilidad para perdonar a quienes nos han ofendido. Tal vez hoy sea un buen día para repetir conscientemente la petición del Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Nunca es tarde para recibir el perdón y para ofrecerlo. La liberación no se puede expresar con palabras.
Entre las muchas experiencias vividas por nuestros misioneros en esta frontera de la criminalidad y la exclusión, hay una que me llamó la atención. Me la contó ayer mismo uno de ellos, casi con lágrimas en los ojos. Hace poco celebró una eucaristía en la cárcel de varones. A ella suelen asistir los presos católicos, pero también algunos hindús y musulmanes guiados por la curiosidad. No faltan, de vez en cuando, funcionarios y policías para garantizar el orden. Mi compañero claretiano comentó una de las parábolas de Jesús sobre el perdón. Puso el alma en ello. Fuera, en el pasillo, estaba un policía hindú escuchando. Mi compañero no lo sabía. A los pocos días, este policía hindú se le acercó y le dijo, poco más o menos, lo siguiente: “Padre, el otro día estuve escuchando desde el pasillo lo que usted dijo en el servicio religioso que tuvo con los presos. Me conmovió tanto que, cuando regresé a mi casa, llamé a mi hermano para pedirle perdón por algo que nos había alejado desde hacía bastantes años. No sabe cómo se lo agradezco. Me he quitado un gran peso de encima”. Mi compañero se hacía cruces (nunca mejor dicho) del efecto que puede tener la Palabra de Dios en personas que nunca hubiéramos imaginado. Dios sabe cómo y cuándo llegar al corazón de los seres humanos.
La historia vivida por mi compañero claretiano me hace ver que nunca es tarde para perdonar. Conozco a algunas personas cercanas que están como atenazadas por un odio y remordimiento que no les permite vivir con serenidad y alegría. Ven la vida por el estrecho agujero de su herida abierta. Se han sentido traicionadas y por nada del mundo están dispuestas a perdonar. Acumulan argumentos contra sus enemigos. Se retroalimentan día y noche. Les parece una cuestión de honor y dignidad cuando, en realidad, es solo una cuestión de orgullo herido. Creen que, manteniéndose inflexibles, vencen a la otra parte y vengan su honor, pero las perdedoras son ellas mismas No hay peor derrota que la producida por el odio anidado en nuestros corazones. Es como un virus que acaba corroyendo todo y que transforma nuestra vida en un infierno.
Jesús comprendió muy bien este drama humano. Por eso, nunca dividió el mundo entre puros e impuros, buenos y malos. Todos estamos necesitados de perdón, incluso los que se presentan como dechados de honradez y pureza: “Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8,7). Las hermosas parábolas del capítulo 15 de Lucas son un bálsamo para curar la herida del odio. Solo cuando nosotros mismos experimentamos que hemos sido perdonados por Dios en medio de nuestra miseria, sacamos fuerzas de debilidad para perdonar a quienes nos han ofendido. Tal vez hoy sea un buen día para repetir conscientemente la petición del Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Nunca es tarde para recibir el perdón y para ofrecerlo. La liberación no se puede expresar con palabras.
Muchísimas gracias, Gonzalo
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