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sábado, 23 de junio de 2018

Centros de terapia popular

Hasta que no leí el otro día el artículo El bar de la esquina de Rosa Montero no sabía que en España hay 260.000 bares, uno por cada 175 habitantes, la cifra más alta del planeta. Parece que los españoles somos la primera potencia mundial “del codo en barra”, como dice la escritora. Ya sé que este dato admite muchas lecturas –y no todas positivas–, pero yo prefiero resaltar la importancia de los bares como “centros de terapia popular”. Tengo varios amigos y amigas que regentan bares. Ellos saben mejor que yo hasta qué punto un bar –sobre todo en las zonas rurales– es una mezcla de consultorio médico, centro de información local, distribuidor de cotilleos, lugar de amena tertulia, farmacia de guardia, oficina de ventas, estacionamiento de ociosos, refugio de solitarios, centro de celebraciones, mesa de juego, tienda familiar, consulta psicológica y hasta confesionario ocasional. Si no existieran los bares, el nivel de aislamiento individual y de tristeza colectiva subiría varios grados en la escala social. Habría que multiplicar los consultorios médicos y hasta la economía acabaría resintiéndose. Algunos dicen que los bares representan el fracaso de la convivencia familiar, un lugar compensatorio de la soledad doméstica. No lo sé. Salvo en algunos casos, no creo que sea así. Hay bares que incluso congregan a toda la familia. No son lugares de huida, sino de un encuentro abierto a los demás. 

El bar tradicional español es muy distinto del que se encuentra en otros países. En Italia, por ejemplo, uno tiene que pagar antes de recibir la consumición. En España se paga antes de salir. Por lo general, en Italia y otros países los clientes no se detienen mucho. Se entra para tomar algo y enseguida se sale. En España no se va al bar solo para beber sino, sobre todo, para estar. Un bar es, si se me permite la hipérbole, una “sala de estar” colectiva en la que todo el mundo se siente como en su casa: los clientes habituales, los ocasionales y los primerizos. Se va a estar por si, estando, se puede ser un poco más. El clima de bien-estar depende, en buena medida, de las habilidades técnicas y sociales de los dueños y camareros (o meseros, como se dice en buena parte de Latinoamérica). Es verdad que algunos son negados para el oficio, pero la mayoría da la talla. Saben atender a cada cliente de manera personalizada. Conocen gustos, horarios y manías. Aguantan bromas, encajan exigencias absurdas y torean con humor algunas impertinencias extemporáneas.

Confieso que, aunque no dispongo de tiempo para frecuentarlos, los bares siempre me han parecido un lugar de encuentro. Hay gente que “queda” siempre en un bar. El tomar algo juntos es solo la excusa –o la oportunidad– para verse y conversar. Algunas de las mejores conversaciones que recuerdo han tenido lugar en los bares. No excluyo que el alcohol haya provocado en más de una ocasión una apertura de la intimidad que no se hubiera producido en condiciones perfectamente sobrias. Esto entra en la dinámica, siempre que sea en proporciones moderadas. Si algo me gusta de las vacaciones del verano es que brindan la oportunidad de multiplicar estos encuentros en torno a un café, un té, una cerveza o cualquier otro ingrediente. Frente a los establecimientos de comida rápida –tan publicitados en los últimos años– los bares tradicionales lentifican el tiempo, detienen el reloj, introducen a las personas en un ritmo relajado. Personalmente, agradezco que ya no se fume en ellos- Sé que para algunas personas constituye una mortificación añadida, pero me parece una conquista en pro de la salud de todos. 

Aunque hay muchas categorías (desde el bareto popular hasta los establecimientos de lujo), un bar es, en principio, un lugar interclasista, intergeneracional e intercultural. Nadie está excluido. Todo el mundo puede encontrar su espacio y su tiempo. No me extraña que Gabinete Caligari cantara hace ya unos años aquello de Bares, qué lugares, gratos para conversar. Un bar sin conversación se convierte en una gasolinera. Si el bar humaniza –aunque también puede volverse adictivo– es porque saca a las personas de su ensimismamiento y las pone a conversar alrededor de una bebida. La barra o la mesa se convierten en improvisada plaza pública. Se puede comenzar hablando del Mundial de fútbol y terminar abriendo las puertas del propio corazón. Por cierto, tras la derrota de Argentina contra Croacia (0-3), me dicen que muchos argentinos están pidiendo al papa Francisco que bautice a Messi para que se convierta en Cristiano. No comment. (Supongo que no ha sido un culé el que ha empezado esta cadena de peticiones). En fin, una reflexión ligera al comienzo de mi visita a la ciudad de Bangalore, capital del estado de Karnataka. Mañana será otro día.

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