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sábado, 26 de mayo de 2018

Somos uno, pero solo a veces

La entrevista que ayer tuve con el obispo de Jaffna me hizo ver que la tentación de dividir la comunidad cristiana según casta, lengua y cultura sigue siendo muy fuerte. En cualquier momento pueden surgir conflictos como los que han asolado a parte de la comunidad católica en el estado indio de Tamil Nadu. El obispo atribuye el problema del castismo al fuerte influjo hinduista. Para el hinduismo el sistema de castas es esencial. No se concibe de otro modo la organización de la sociedad. Para el cristianismo, sin embargo, “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). Esta visión de la esencial igualdad de todos los seres humanos fue revolucionaria en tiempos de Jesús y sigue siéndolo hoy. Es la gran novedad que el cristianismo introduce en la historia humana, marcada siempre por los conflictos entre los diversos. 

También hoy debería constituir una aportación decisiva en el camino hacia la unidad de la familia humana. Sin embargo, no siempre se traduce en actitudes y conductas coherentes. Cristianos son el papa Francisco, el ex primer ministro británico Tony Blair, el cantante irlandés Bono, el jugador del Real Madrid Luka Modrić, el presidente de Rusia Vladimir Putin y la canciller alemana Angela Merkel. A la hora de la verdad, si sentaran todos juntos en la misma mesa, ¿se verían como cristianos que reconocen en Jesús a su Señor o predominarían, más bien, los intereses de cada uno? ¿Se sentirían hermanos que comparten una misma fe o extraños que no acaban de reconocerse? Católicos fueron la Madre Teresa de Calcuta y Augusto Pinochet, el hermano Charles de Foucauld y Jacqueline Kennedy… y, sin embargo, ¡cuántas diferencias en sus actitudes y comportamientos! 

Paseando por las inmediaciones del Fuerte de Jaffna (construido por los portugueses, remodelado y ampliado por los holandeses y reutilizado por los británicos), contemplando el atardecer sobre un mar tranquilísimo, viendo pasear por el inmenso paseo marítimo a hindús, budistas, musulmanes y cristianos, me preguntaba qué nos une y qué nos separa, por qué los seres humanos introducimos tantas divisiones. Podría haber parafraseado el texto de Pablo con otras categorías más próximas a la situación que hoy vivimos: “No hay ni hindú ni musulmán, ni católico ni budista, todos somos hijos del mismo Dios, iguales en dignidad, hermanos entre nosotros”. Parece una pintada hippy de los años 60, pero creo que es una expresión de la fe que profesamos. No defiendo un cómodo irenismo ni desprecio el valor pedagógico de cada religión. Solo me pregunto cómo actuaría Jesús en un contexto tan diverso como el actual. 

Hace años, en tiempos de las marchas por la igualdad en los Estados Unidos, se hizo muy popular una canción que en su versión española decía así: “¿De qué color es la piel de Dios? Dije negra, amarilla, roja y blanca es: todos son iguales a los ojos de Dios”. Ese optimismo universalista se fue amortiguando en las décadas posteriores hasta llegar a las olas de xenofobia e intolerancia que vivimos hoy. Desde la vieja Italia hasta la España plural, pasando por otros muchos lugares del planeta, estamos viviendo luchas y exclusiones que parecen de otros tiempos, como si el reloj de la historia, en vez de seguir avanzando, hubiera empezado a girar hacia atrás. 

Creo que el cristianismo tiene que seguir extrayendo de su fe en Jesús todo el potencial unificador que encierra. Me hago cargo de los problemas que esta actitud conlleva. Es fácil ser hermano de todos hasta que hay que repartir la tarta de los beneficios. Entonces, la fraternidad pasa a un segundo plano y se impone la lucha por la supervivencia. La tensión siempre estará ahí. Jesús mismo la vivió. Para los judíos observantes, era “poco” judío; para los provenientes del paganismo, lo era “demasiado”. A pesar de la tensión, Jesús no se dejó doblegar. Sin renunciar a sus raíces, fue más allá de los límites de su pueblo, ensanchó su nacionalismo cerrado, puso las bases de la fe en un Dios “siempre mayor” que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Por decirlo con las palabras de la carta a los efesios, “Él unió a judíos y a gentiles en un solo pueblo cuando, por medio de su cuerpo en la cruz, derribó el muro de hostilidad que nos separaba” (Ef 2,14). 

Me parece que en esta línea tendríamos que caminar sus seguidores. Por eso, cuando oigo a hablar a algunos líderes políticos o sociales (que se consideran cristianos) sobre la defensa de patrias pequeñas, intereses de clase, casta o cultura, me sobreviene un gran pesimismo. Es como si la división de Babel fuera más fuerte que el poder unificador (sin anular las diferencias) de Pentecostés. La fe no acaba de ser un motor de unidad. Se defiende antes y con más energía la propia cultura, lengua o raza, que la común fraternidad humana. En fin, se ve que el calor húmedo de esta Jaffna asomada al océano Índico me altera un poco las neuronas.

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