En los últimos días he tenido ocasión de conversar con un obispo que tiene en su diócesis gallega más de 400 parroquias, para las cuales no dispone de sacerdotes suficientes. Los que tiene son, en su mayoría, de edad avanzada. Serían jubilados en la vida civil. He hablado también con un viejo misionero que, tras muchos años de trabajo pastoral en Latinoamérica, ha regresado a Europa. Se ha encontrado con un panorama tan desolador que le parece que no hay futuro. Yo mismo he tenido oportunidad de celebrar la eucaristía dominical en un pueblo de montaña el pasado domingo. Creo que los participantes no pasaban de una docena. ¿Dónde estaban los demás? ¿Qué ha pasado? ¿Es verdad que sin Eucaristía no hay Iglesia?
Cada vez me parece más claro lo que Karl Rahner vaticinó a finales de los años 50 del siglo pasado. Un tipo de Iglesia, basada en un régimen de cristiandad, está llegando al final. Quizás cuando mueran los que tienen más de 60 años habrá desaparecido, aunque pervivan algunas tradiciones y prácticas. Esto no es grave. La Iglesia es un acontecimiento existencialmente móvil. No se casa con una forma concreta de existir. El problema no es lo que muere, por doloroso que les pueda parecer a algunas personas, sino lo que pugna por nacer. ¿Está naciendo de verdad algo nuevo, vigoroso, esperanzador? Mi amigo misionero me confesaba que, mientras uno siga siendo cristiano más por tradición cultural que por conversión personal, no hay mucho que hacer. Pan para hoy, hambre para mañana. Quizá su pesimismo le impide ver la realidad, sociológicamente pequeña, de comunidades vivas, pero eso es otro cantar.
La vieja estampa de los pueblos castellanos en los que las casas se agrupan en torno a la iglesia, como los pollitos se cobijan bajo las alas de la gallina, está desapareciendo. Las nuevas construcciones urbanas responden a otros criterios más secularizados. Imaginar que cada pequeño pueblo va a seguir teniendo un párroco es irreal. Muchas diócesis, con tristeza por parte de los feligreses, están organizando “unidades pastorales” porque, de otro modo, sería imposible la gestión de las parroquias. Algunos párrocos rurales me han confesado que se sienten meros funcionarios. Todos los domingos tienen que “despachar” cuatro o cinco misas en poco tiempo porque cada pueblo quiere que el sacerdote celebre en su iglesia. Estamos siguiendo un modelo pastoral que viene de los tiempos de cristiandad cuando las condiciones han cambiado hace ya varias décadas y cambiarán todavía más en las próximas.
¿Cómo aceptar sin nostalgia la situación y, en vez de dedicar energías a enterrar un modelo, concentrarlas en poner las bases de otro que responda a la nueva situación? Es evidente que el número de creyentes y bautizados disminuirá. El número tiene su importancia, pero mucha más el hecho de que quienes den el paso lo hagan por íntima convicción interior y no solo por el peso de la tradición. Hay países donde la Iglesia católica es una minoría, pero quienes la forman son cristianos convencidos y comprometidos. Saben quiénes son, a quién pertenecen y qué deben hacer. No se trata de que los laicos sirvan a los curas, sino de que éstos se pongan decididamente al servicio de comunidades que cuentan con otros muchos ministerios porque han apostado de verdad por la misión compartida.
Sin un laicado convertido, bien formado y responsable, no hay futuro posible. El clericalismo es un impedimento más para que surja con vigor la Iglesia-Pueblo de Dios, tal como la ha presentado el Concilio Vaticano II. Todo esto habría que matizarlo mucho más, pero cuando la hemorragia es mortal no se trata de hacer disquisiciones sobre la función de las plaquetas o sobre el funcionamiento de la sanidad pública, sino de aplicar el remedio adecuado de la manera más rápida y eficaz posible.
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