El III Domingo de Pascua trae sones de paz en medio del estallido de una guerra llamada “quirúrgica”. Hay muchos intereses ocultos tras los ataques con armas químicas por parte del gobierno de Siria y la respuesta rápida de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. La historia enseña mucho. Los protagonistas ocultan sus cartas. Un capítulo más de la tercera guerra mundial “a trozos”.
Mientras, el Resucitado muestra sus manos y sus pies. Estas son las credenciales para hacer ver a sus discípulos que no es un fantasma. A los suyos la visita inesperada del Maestro les produce miedo. Hay que celebrar una nueva comida para disipar dudas. Con el pan y el pescado entre las manos, Jesús realiza su particular liturgia de la Palabra: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse”.
Pero no basta solo con entender lo que ha pasado. Se necesita un compromiso: “En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”. La misión echa a andar. En esas estamos todavía. Lo que importa es hacerlo todo “en su nombre”, no según nuestros caprichos, intereses, modas o cansancios.
Cuando uno está encendido por la violencia, las palabras de Jesús –“Paz a vosotros”– suenan a inútil interferencia, a música celestial. Algo dentro de la persona violenta reacciona así: “¡Ocúpate de tus cosas o arregla las nuestras, pero no nos vengas con monsergas!”. Cuando los seres humanos estamos secuestrados por el odio o la violencia no atendemos a razones. Lo único que queremos es venganza. Como esta palabra nos da algo de vergüenza, la llamamos justicia, pero en el fondo sabemos que no vamos a arreglar nada.
El regalo del Resucitado es la paz, esa shalom que significa la plenitud de todos los dones mesiánicos, la armonía de todos con todos en un mundo reconciliado por Dios. El corazón humano está anhelando este regalo, pero le da miedo aceptarlo. Vivir en paz significa renunciar a los intereses mezquinos. Aquí chocan el deseo y los deseos. Una y otra vez se reabre el conflicto.
Quizá los únicos que pueden convencernos de que toda violencia es inútil son aquellos que llevan en sus manos y en sus pies –como Jesús– las huellas de la violencia. En las mesas donde se toman las grandes decisiones no tendrían que sentarse solo los políticos de turno, sino las víctimas. No sé qué pasaría si al lado de los ministros de Asad o en el Consejo de Seguridad de la ONU se sentara un grupo de niños masacrado con armas químicas o las viudas de quienes han muerto en el frente. Quizás los intereses empezarían a debilitarse y los valores cobrarían fuerza.
Estamos en Pascua. Donde hay fe, hay paz. Donde hay paz, está el Resucitado insuflando su Espíritu sobre el mundo. Los testigos de este regalo no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Es la hora de la misión.
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