Si el calendario no fuera caprichoso, hoy, a nueve meses exactos de la Navidad, tendríamos que celebrar la Anunciación del Señor. Pero este año, por motivo de la Semana Santa, se traslada al próximo 9 de abril. Hoy es el Domingo de Ramos. O, de manera más litúrgica, el Domingo de la Pasión del Señor. Podríamos decir que se levanta el telón para asistir a la representación de la Semana Santa. El verbo asistir es adecuado para el mundo del teatro, pero no es litúrgico. En la liturgia se celebra y se participa. No se trata, pues, de asistir como espectadores a algo que sucede fuera, sino de participar en un drama que se produce dentro. La “semana trágica” de Jesús es, en realidad, la “semana salvífica” de cada uno de nosotros. Durante siete días −y, de manera especial, en el triduo que se inicia el Jueves Santo por la tarde− vamos a sumergirnos en el misterio del sufrimiento, la muerte y la vida. Es como una excursión al corazón de la existencia humana. El resto del año estamos demasiado divertidos como para prestar la atención debida a este misterio. Durante la Semana Santa no tenemos excusa. Mientras celebramos la pasión, muerte y resurrección de Jesús, vamos a preguntarnos cómo vivir nuestra propia pasión, muerte y resurrección. Lo que vivamos estos días determinará nuestra manera de afrontar la vida humana. Solo hay dos posibles respuestas: el sinsentido que lleva a la nada; o el amor que conduce a la vida. ¿Con cuál nos quedamos?
Ayer viví una hermosa preparación a todo lo que nos aguarda. De cuatro a seis de la tarde participé en el Viacrucis organizado por la comisión de Justicia y Paz de los religiosos y religiosas de Roma. Este año, en sintonía con el mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de La Paz, el Viacrucis se centró en el drama de los migrantes y refugiados, algo que en Italia resuena con mucha fuerza. La idea era haber hecho un itinerario a pie desde el Castillo Sant’Angelo hasta la iglesia de Santa María de la Luz, en el barrio del Trastevere, siguiendo la margen derecha del río Tíber, como símbolo de ese Mar Mediterráneo que, desde el año 2.000, ha sido la tumba de unas 33.000 personas que huían de sus países en busca de paz, seguridad y prosperidad. Pero no pudo ser. El río bajaba tan crecido −debido a las intensas lluvias de las últimas semanas− que había inundado los caminos laterales haciéndolos intransitables; así que hubo que celebrar el Viacrucis en los alrededores del Castillo. El contraste saltaba a la vista. Unos 150 religiosos rezando y cantando, presididos por una diminuta cruz, y cientos de turistas y curiosos paseando por los alrededores y, de vez en cuando, disparando sus cámaras fotográficas y sus teléfonos móviles. Aunque Roma está acostumbrada a todo tipo de manifestaciones callejeras, no es frecuente ver a un grupo de hombres y mujeres de los cinco continentes, ataviados con una pañoleta roja, rezando en la calle. Nadie nos molestó. Espero que tampoco molestáramos a nadie por sacar a las calles el drama de Jesús. Por unas horas, el entorno del Castillo de Sant’Angelo se convirtió en una moderna Vía Dolorosa.
Contemplando la mole del castillo y los pinos que se yerguen en los jardines adyacentes, viendo cómo moría la tarde, escuchando las voces de los turistas que iban y venían, no pude por menos de recordar lo que sucedió en Jerusalén el 7 de abril del año 30. ¿Por qué mataron a Jesús? ¿Por qué seguimos matándolo hoy? El mundo tiene su lógica. Nadie se detiene porque un grupo de personas recorran las calles portando una cruz. Cada cual va a lo suyo. Cada uno se preocupa solo del drama que lleva dentro. Parece que todo sigue igual y, sin embargo, todo cambió desde aquella tarde en el Gólgota. Este Hombre crucificado no es una víctima más de los millones que han sido masacrados injustamente a lo largo de la historia. Es −como confiesa el centurión romano en el relato de la pasión según san Marcos, que leemos en la Eucaristía de hoy− el Hijo de Dios: “Realmente este hombre era Hijo de Dios.” El Evangelio de Marcos comienza con esta confesión (cf. Mc 1,1) Hacia la mitad, en el capítulo 8, es Pedro (es decir, la Iglesia) quien confiesa a Jesús como Hijo de Dios y Mesías. Ahora es el turno de un centurión romano (es decir, del mundo gentil). Marcos quiere ayudarnos a comprender que este Crucificado, del que casi todo el mundo se ríe, es el Hijo de Dios que ha de juzgar al mundo. Creyentes y agnósticos, sapientes e ignorantes, cansados y buscadores, todos permanecemos mudos ante este Misterio. El Domingo de Ramos es como la obertura de esta ópera magna que va a tener lugar en los próximos días. Con el contraste entre el Hosanna inicial y el Crucifícalo posterior, la liturgia nos muestra que toda nuestra vida oscila entre la fe confesante y la blasfemia obscena, entre la confianza y la negación. Todos los seres humanos somos así. Pero la última palabra pertenece a Dios: es un Sí inequívoco a la Vida.
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