Hay personas inteligentes que son buenas. Hay otras que prefieren ser cínicas. Las primeras nos ayudan a ser clarividentes sin dejar de confiar en la vida. Las segundas hacen una exhibición de agudeza mental para, a la postre, acabar derrotados por uno de los virus más peligrosos: el sinsentido y la desesperación recubierta de placer. Llevo años dando vueltas a estos itinerarios vitales, examinando adónde conducen cada uno de ellos, observando las trayectorias de muchas personas. Hoy he vuelto a pensar sobre esta cuestión después de leer una interesante entrevista al artista y escritor australiano Oliver Jeffers. A pesar de los graves problemas que estamos viviendo en el mundo en estos primeros años del siglo XXI, él considera que “la gran mayoría de las personas en el planeta son pacíficas, generosas, amorosas y tolerantes, y en última instancia, esa será la fuerza más poderosa”. También yo lo creo así, aunque a menudo soy también testigo del “cansancio de los buenos”. Hay muchas personas buenas que se agotan y tiran la toalla porque parece que, para abrirse paso en la vida, es necesario engañar. Varios salmos bíblicos describen con mucho realismo esta experiencia de contraste. Da la impresión de que a los malvados (corruptos, mentirosos, violentos) les va bien en la vida, mientras a los buenos (responsables, generosos, honrados) todo se les pone cuesta arriba. ¿Quién puede aguantar durante mucho tiempo esta tensión sin dejarse embaucar y sin pasarse de bando?
Reflexiono sobre esta experiencia en un día, el Viernes de dolores, en el que anticipamos el misterio del Cristo muerto y resucitado. El desenlace de su vida arroja luz para entender este drama humano. También él, que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hch 10,38), experimentó el zarpazo del poder de las tinieblas. Su bondad lo llevó al desengaño más cruel. La cruz representa la tumba de todos los ideales de verdad, bondad y belleza. El “sueño de Jesús” (un mundo reconciliado por el amor de Dios) pareció quedar definitivamente cubierto por la losa del sepulcro. Es como si el Viernes y el Sábado Santo supusieran el final definitivo de todos los intentos humanos por hacer que el bien venza al mal. Los mejores sueños y utopías son crucificados para siempre. Los “malos” obtienen una victoria que no esperaban. La cruz simboliza el triunfo aparente de todos los sinvergüenzas que han poblado y poblarán la historia humana y la derrota de las personas buenas que, en medio de sus imperfecciones, se esfuerzan por hacer este mundo más habitable. Pero el Misterio de Jesús no se agota en el fracaso del Viernes Santo. Quienes lo crucificaron no podían sospechar que su cuerpo era, en realidad, una semilla de vida. Plantado en la tierra, acabó germinando para siempre. La muerte fue una poderosa palabra, sí, pero penúltima. La resurrección de Jesús es la última y definitiva palabra que se pronuncia en la historia. Por eso, quienes creemos en él, quienes hemos sido incorporados al Misterio de Cristo a través del Bautismo, nunca sucumbimos a la tentación de tirar la toalla, por más que a menudo su fuerza nos parezca casi irresistible.
Hoy en día, muchos intelectuales y artistas exhiben una actitud cínica ante la vida como forma de mostrar que son muy inteligentes, como denuncia de la ingenuidad de quienes todavía creemos que el ser humano, por contradictorio que parezca, está hecho a imagen de Dios, llamado a una vida de plenitud con Él. Los cínicos miran por encima del hombro a los pobres hombres y mujeres que aún creemos que el ser humano sí tiene remedio. En el mejor de los casos, nos consideran tontos útiles. Puede que el bien no resulte muy fotogénico en una sociedad que se recrea en sus ángulos siniestros, que practica una especie de masoquismo crónico, pero sabemos que no hay nada más inteligente y más poderoso que el bien. La razón es sencilla, por más que pase desapercibida: porque Dios es bueno. La suya no es una bondad impositiva, atosigante, espectacular. Es una bondad que a menudo acaba crucificada, pero que siempre se despierta en la mañana de Resurrección. Las personas inteligentes y humildes han comprendido este Misterio. O mejor, se han dejado atraer y poseer por él. Por eso, en medio de las batallas de la vida, no transforman la inteligencia en cinismo, no tienen mucho interés en demostrar lo listas que son desenmascarando la maldad que se agazapa tras la apariencia de bien. No van por la vida diciendo: “Te atrapé”. Se dedican a vencer el mal a fuerza de bien (cf Rm 12,21). Han hecho suya la lógica desconcertante, pero eficaz, del misterio pascual. Saben que solo el que acepta morir al aplauso fácil, al triunfo amañado y al engaño sistemático, resucita a una vida luminosa. No, no es necesario presumir de inteligente a base de cinismo. Los más inteligentes (es decir, “los que saben leer dentro”) son los buenos. Solo ellos han comprendido que la última palabra de la historia la pronuncia Dios y ésta es una inequívoca palabra de amor. Esto cambia todo de arriba abajo. I am very sorry.
Reflexiono sobre esta experiencia en un día, el Viernes de dolores, en el que anticipamos el misterio del Cristo muerto y resucitado. El desenlace de su vida arroja luz para entender este drama humano. También él, que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hch 10,38), experimentó el zarpazo del poder de las tinieblas. Su bondad lo llevó al desengaño más cruel. La cruz representa la tumba de todos los ideales de verdad, bondad y belleza. El “sueño de Jesús” (un mundo reconciliado por el amor de Dios) pareció quedar definitivamente cubierto por la losa del sepulcro. Es como si el Viernes y el Sábado Santo supusieran el final definitivo de todos los intentos humanos por hacer que el bien venza al mal. Los mejores sueños y utopías son crucificados para siempre. Los “malos” obtienen una victoria que no esperaban. La cruz simboliza el triunfo aparente de todos los sinvergüenzas que han poblado y poblarán la historia humana y la derrota de las personas buenas que, en medio de sus imperfecciones, se esfuerzan por hacer este mundo más habitable. Pero el Misterio de Jesús no se agota en el fracaso del Viernes Santo. Quienes lo crucificaron no podían sospechar que su cuerpo era, en realidad, una semilla de vida. Plantado en la tierra, acabó germinando para siempre. La muerte fue una poderosa palabra, sí, pero penúltima. La resurrección de Jesús es la última y definitiva palabra que se pronuncia en la historia. Por eso, quienes creemos en él, quienes hemos sido incorporados al Misterio de Cristo a través del Bautismo, nunca sucumbimos a la tentación de tirar la toalla, por más que a menudo su fuerza nos parezca casi irresistible.
Hoy en día, muchos intelectuales y artistas exhiben una actitud cínica ante la vida como forma de mostrar que son muy inteligentes, como denuncia de la ingenuidad de quienes todavía creemos que el ser humano, por contradictorio que parezca, está hecho a imagen de Dios, llamado a una vida de plenitud con Él. Los cínicos miran por encima del hombro a los pobres hombres y mujeres que aún creemos que el ser humano sí tiene remedio. En el mejor de los casos, nos consideran tontos útiles. Puede que el bien no resulte muy fotogénico en una sociedad que se recrea en sus ángulos siniestros, que practica una especie de masoquismo crónico, pero sabemos que no hay nada más inteligente y más poderoso que el bien. La razón es sencilla, por más que pase desapercibida: porque Dios es bueno. La suya no es una bondad impositiva, atosigante, espectacular. Es una bondad que a menudo acaba crucificada, pero que siempre se despierta en la mañana de Resurrección. Las personas inteligentes y humildes han comprendido este Misterio. O mejor, se han dejado atraer y poseer por él. Por eso, en medio de las batallas de la vida, no transforman la inteligencia en cinismo, no tienen mucho interés en demostrar lo listas que son desenmascarando la maldad que se agazapa tras la apariencia de bien. No van por la vida diciendo: “Te atrapé”. Se dedican a vencer el mal a fuerza de bien (cf Rm 12,21). Han hecho suya la lógica desconcertante, pero eficaz, del misterio pascual. Saben que solo el que acepta morir al aplauso fácil, al triunfo amañado y al engaño sistemático, resucita a una vida luminosa. No, no es necesario presumir de inteligente a base de cinismo. Los más inteligentes (es decir, “los que saben leer dentro”) son los buenos. Solo ellos han comprendido que la última palabra de la historia la pronuncia Dios y ésta es una inequívoca palabra de amor. Esto cambia todo de arriba abajo. I am very sorry.
https://youtu.be/4g4UZOedczs
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