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viernes, 9 de marzo de 2018

Dame tu mano y ven conmigo

Estamos en el ecuador de la Cuaresma. El tiempo corre tan rápido que pronto llegará la Pascua. Es el momento de detenerse un poco. Comenzamos el pasado día 14 de febrero recordando que somos polvo enamorado. El primer domingo de Cuaresma aprendimos a encontrar a Dios en algunos escenarios: el arcoíris, el desierto y el lago. El segundo domingo supimos mejor quiénes somos cada uno de nosotros a partir de la identidad de Jesús. Si Él es el Hijo amado, también nosotros somos hijos amados por Dios. El tercer domingo, la palabra de Dios nos mostró los caminos que conducen a una vida auténtica. La combinación de vida cotidiana (con sus luces y sombras, sus luchas y anhelos) y Palabra de Dios nos va tonificando más de lo que a simple vista parece. Donde nosotros no vemos ningún cambio, Dios va realizando su obra de transformación. Toma el pan y el vino de nuestras vidas ordinarias y lo va convirtiendo en ofrenda eucarística para que un día se convierta también en su Cuerpo y Sangre. Me gusta mucho contemplar la vida de cada uno de nosotros y el movimiento del universo y de la historia como un gran proceso de transformación eucarística hasta llegar a la plenitud del Cristo total. Es probable que en esta comprensión influyera mucho la Misa sobre el mundo de Teilhard de Chardin, leída en mis años juveniles.

De todos modos, hoy quiero detenerme en uno de los himnos de la Liturgia de las Horas que cantamos en el tiempo de Cuaresma. La primera estrofa corre así:

Libra mis ojos de la muerte;
dales la luz que es su destino.
Yo, como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.

Me veo como ese ciego del camino que pide un milagro para ver a Jesús. Es como si no me contentara con una fe desnuda. La gente que me rodea pide signos. Cada vez que leo las entrevistas de los personajes de La Contra me encuentro con hombres y mujeres muy interesantes. Muchos se declaran ateos y agnósticos. ¿Tan oscuro es el misterio de Dios o es que nosotros mismos nos hemos ido volviendo ciegos? ¿Por qué los campesinos que conocí en la Costa Abajo panameña parecen creer en Dios con naturalidad y tantos de mis paisanos europeos dicen que no lo conocen o se refugian en un aséptico no sabe/no contesta? ¿Hay que ser pobre y poco instruido para creer en Dios? ¿No es posible barruntar su misterio en un laboratorio de física o en una redacción de periódico?

La segunda estrofa me ofrece un inicio de respuesta porque no formula principios abstractos sino peticiones concretas. La hago mía sin ninguna dificultad:

Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva;
cura su fiebre posesiva
y ábrela al bien de mis hermanos.

Creo que la fiebre posesiva es una de nuestras enfermedades modernas. Nos va cerrando en nosotros mismos. Ciega los orificios de trascendencia que existen en todo ser humano. ¿Cómo transformar las manos posesivas en una herramienta constructiva abierta al bien de todos? Este es el desafío. Las personas vueltas sobre sí mismas (¡ese terrible egocentrismo moderno!) creen que se poseen más acotando el terreno de la conciencia, pero, en realidad, construyen su cárcel. Desde ella el horizonte se achica. Quienes no han cegado su capacidad de entrega a los demás, quienes buscan construir más que destruir, acaban viendo a Dios en esa “miniatura divina” que es el ser humano. Empiezo a entender un poco −solo un poco− por qué algunos creen y otros no.

Nadie de nosotros puede ir por la vida como maestro que mira por encima del hombro a los demás. Todos somos discípulos y aprendices. Esto nos hace humildes para poder comprender a los demás. Nuestros propios errores constituyen una escuela de misericordia para acoger “al que se queja y retrocede”. No hay nada peor que una persona inteligente pero arrogante, con el corazón “desentendidamente frío”.

Que yo comprenda, Señor mío,
al que se queja y retrocede;
que el corazón no se me quede
desentendidamente frío.

¿Cuántos nos repiten un día sí y otro también que “Dios ha muerto”? Por una obra de literatura o una película en las que se insinúa el Misterio de Dios, hay tres que lo ridiculizan, lo critican o sencillamente lo ignoran. Para muchos creyentes no es fácil caminar a través de un desierto cultural en el que muchos compañeros de camino afirman que no hay ninguna esperanza de encontrar agua, que lo mejor es resignarse y no ser víctimas de espejismos o alucinaciones (por otra parte, tan típicas de los desiertos). El himno litúrgico nos presta algunas palabras para pedir a Dios que no nos deje de su mano.

Guarda mi fe del enemigo
(¡tantos me dicen que estás muerto!...).
Tú que conoces el desierto,
dame tu mano y ven conmigo. Amén.




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