Estamos en el ecuador de
la Cuaresma. El tiempo corre tan rápido que pronto llegará la Pascua. Es el
momento de detenerse un poco. Comenzamos el pasado día 14 de febrero recordando
que somos
polvo enamorado. El primer domingo de Cuaresma aprendimos a encontrar a
Dios en algunos escenarios: el
arcoíris, el desierto y el lago. El segundo domingo supimos mejor quiénes
somos cada uno de nosotros a partir de la identidad de Jesús. Si Él es el Hijo amado, también nosotros
somos
hijos amados por Dios. El tercer domingo, la palabra de Dios nos mostró
los caminos que conducen a una
vida auténtica. La
combinación de vida cotidiana (con sus luces y sombras, sus luchas y anhelos) y
Palabra de Dios nos va tonificando más de lo que a simple vista parece. Donde
nosotros no vemos ningún cambio, Dios va realizando su obra de transformación. Toma
el pan y el vino de nuestras vidas ordinarias y lo va convirtiendo en ofrenda eucarística
para que un día se convierta también en su Cuerpo y Sangre. Me gusta mucho contemplar
la vida de cada uno de nosotros y el movimiento del universo y de la historia como
un gran proceso de transformación eucarística hasta llegar a la plenitud del
Cristo total. Es probable que en esta comprensión influyera mucho la Misa sobre el
mundo de Teilhard de Chardin,
leída en mis años juveniles.
De todos modos, hoy quiero
detenerme en uno de los himnos de la Liturgia de las Horas que cantamos en el
tiempo de Cuaresma. La primera estrofa corre así:
Libra mis ojos de la
muerte;
dales la luz que es su
destino.
Yo, como el ciego del
camino,
pido un milagro para
verte.
Me veo como ese ciego
del camino que pide un milagro para ver a Jesús. Es como si no me contentara
con una fe desnuda. La gente que me rodea pide signos. Cada vez que leo las
entrevistas de los personajes de La Contra me encuentro con hombres y
mujeres muy interesantes. Muchos se declaran ateos y agnósticos. ¿Tan oscuro es
el misterio de Dios o es que nosotros mismos nos hemos ido volviendo ciegos? ¿Por
qué los campesinos que conocí en la Costa Abajo panameña parecen creer en Dios
con naturalidad y tantos de mis paisanos europeos dicen que no lo conocen o
se refugian en un aséptico no sabe/no contesta? ¿Hay que ser pobre y poco
instruido para creer en Dios? ¿No es posible barruntar su misterio en un
laboratorio de física o en una redacción de periódico?
La segunda estrofa me
ofrece un inicio de respuesta porque no formula principios abstractos sino
peticiones concretas. La hago mía sin ninguna dificultad:
Haz de esta piedra de
mis manos
una herramienta
constructiva;
cura su fiebre
posesiva
y ábrela al bien de
mis hermanos.
Creo que la fiebre
posesiva es una de nuestras enfermedades modernas. Nos va cerrando en nosotros
mismos. Ciega los orificios de trascendencia que existen en todo ser humano.
¿Cómo transformar las manos posesivas en una herramienta constructiva abierta al
bien de todos? Este es el desafío. Las personas vueltas sobre sí mismas (¡ese
terrible egocentrismo moderno!) creen que se poseen más acotando el terreno de
la conciencia, pero, en realidad, construyen su cárcel. Desde ella el horizonte
se achica. Quienes no han cegado su capacidad de entrega a los demás, quienes
buscan construir más que destruir, acaban viendo a Dios en esa “miniatura
divina” que es el ser humano. Empiezo a entender un poco −solo un poco− por qué algunos creen y otros
no.
Nadie de nosotros
puede ir por la vida como maestro que mira por encima del hombro a los demás.
Todos somos discípulos y aprendices. Esto nos hace humildes para poder
comprender a los demás. Nuestros propios errores constituyen una escuela de
misericordia para acoger “al que se queja y retrocede”. No hay nada peor que
una persona inteligente pero arrogante, con el corazón “desentendidamente frío”.
Que yo comprenda,
Señor mío,
al que se queja y
retrocede;
que el corazón no se
me quede
desentendidamente
frío.
¿Cuántos nos repiten
un día sí y otro también que “Dios ha muerto”? Por una obra de literatura o una
película en las que se insinúa el Misterio de Dios, hay tres que lo
ridiculizan, lo critican o sencillamente lo ignoran. Para muchos creyentes no
es fácil caminar a través de un desierto cultural en el que muchos compañeros de camino
afirman que no hay ninguna esperanza de encontrar agua, que lo mejor es
resignarse y no ser víctimas de espejismos o alucinaciones (por otra parte, tan
típicas de los desiertos). El himno litúrgico nos presta algunas palabras para
pedir a Dios que no nos deje de su mano.
Guarda mi fe del
enemigo
(¡tantos me dicen que
estás muerto!...).
Tú que conoces el
desierto,
dame tu mano y ven
conmigo. Amén.
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