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miércoles, 14 de febrero de 2018

Somos polvo enamorado

¡Qué casualidad que este año coincidan el Miércoles de Ceniza −comienzo de la Cuaresma− y el Día de los Enamorados! En principio, no parece que la fiesta de los sentimientos y regalos case bien con una jornada de ayuno y abstinencia. Es como si los caprichos del calendario hubieran juntado en una sola fecha las dos caras de la vida. Junto al ramo de rosas rojas aparecen las cenizas en la frente. Y la cena romántica es sustituida por una “frugal colación”, como decía el catecismo que aprendí de niño. Por cierto, compruebo que, siguiendo la legislación de la Iglesia, a partir de este año ya no estoy “obligado” a la práctica del ayuno. Quizás ahora entiendo su sentido mejor que nunca. Sin embargo, la Iglesia me exonera de esta práctica en razón de la provecta edad. Otra nueva paradoja. ¿Qué quiere decir todo esto? ¿Estamos listos para vivir la Cuaresma como un itinerario hacia la Pascua en estos tiempos digitales? ¿No estamos perpetuando celebraciones que hace tiempo que perdieron su sentido y que más parecen residuos de otras épocas que verdaderas prácticas iniciáticas para hoy? Es como si un año más tuviéramos la impresión de vivir (es decir, no vivir) lo que vivimos (es decir, no vivimos) el año pasado. Los sacerdotes volverán a exhortarnos a la conversión, a “creer en el Evangelio”, al mismo tiempo que nos imponen la ceniza. Y nosotros volveremos a humillar la cabeza, conscientes de que todo seguirá más o menos igual que siempre. Buena voluntad no nos falta, pero la vida tiene unos ritmos que poco o nada tienen que ver con los tiempos litúrgicos.

Este año el mensaje del papa Francisco para la Cuaresma lleva un extraño título: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12). Su objetivo es ayudarnos “a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia”. Frente al peligro de que nuestro corazón se enfríe, el Papa nos invita a practicar la terapia cuaresmal de la Iglesia: oración, ayuno y limosna. El mensaje es breve. Se puede leer en pocos minutos. El diagnóstico del que parte puede parecer negativo, pero lo juzgo certero. Habla de los falsos profetas que hoy nos hielan el corazón con sus sofismas y engaños. Los describe así: “Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad”. El engaño consiste en presentar como valioso algo que es insustancial y efímero, en vender como oro lo que no es más que polvo. Basta darse un paseo por la avenida de cualquier gran ciudad para ver hasta qué punto somos invadidos por reclamos de todo tipo que nos prometen el cielo en la tierra: desde un viaje al Caribe hasta una comida exquisita o una ropa de marca, pasando por un coche de gran cilindrada o un teléfono móvil de última generación.

La Cuaresma cristiana procede al revés. No tiene miedo de ir a contracorriente de la publicidad. Comienza hablándonos del polvo (“Polvo eres y en polvo te convertirás”) para hacernos ver, a través de un camino de cuarenta días que nos lleva hasta la Pascua, que Dios no nos ha dejado de su mano, que nuestra existencia es muy frágil y precaria, pero está llamada a la plenitud, que somos polvo, sí, pero “polvo enamorado”, como cantaba Quevedo con belleza y profundidad. No hay en las prácticas cristianas ningún resquicio de masoquismo, desprecio del cuerpo o negación de la vida. El poeta Luis Blanco Vega supo transformar la clásica octava real “Yo, ¿para que nací? ¡Para salvarme!” , una composición más bien dualista, en un canto al Dios amigo de la vida. Los dos últimos versos fluyen así: “Y solo me pregunto en qué me encanto / cuando huyo de la vida por ser santo”. La Cuaresma no nos invita a huir de la vida mediante prácticas obsoletas. Sucede lo contrario. Nos invita a descubrir vida en todo cuanto existe, a caer en la cuenta de que el mundo está transido de resurrección, a descubrir fragmentos de amor en el polvo que somos. No nos ponemos en camino para huir de nada ni de nadie, sino atraídos por el poderoso magnetismo de la Pascua. Ayunamos para saber quiénes somos, antes de que los objetos nos deshumanicen en esta sociedad consumista. Damos limosna para no olvidar que existen los otros necesitados. Oramos para adorar al único Dios en tiempos en los que en el panteón posmoderno no cabe un diosecillo más. Es solo cuestión de ajustar las coordenadas. Hay trabajo antes del 1 de abril.



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