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martes, 30 de enero de 2018

¿Vive todavía Gandhi?

Recuerdo muy bien la impresión que me produjo ver la película Gandhi cuando se estrenó en el ya lejano 1982, el mismo año de mi ordenación sacerdotal. La soberbia interpretación del actor británico Ben Kingsley ha entrado en la historia del cine. Han pasado ya 36 años desde que aquella película de tres horas dirigida por Richard Attenborough me hiciera redescubrir la extraordinaria figura de Mahatma Gandhi (1869-1948), un hombre que parece que no haya podido existir en el convulso siglo XX. Es como si perteneciera a épocas remotas, antes de que se inventaran la radio y los aviones. A los 70 años de su muerte por asesinato, su figura parece haberse atenuado bastante, como si sus cenizas, arrojadas en el río Ganges, se hubieran diluido en el agua putrefacta de ese río sagrado. Se hablaba mucho más de él en los años 70, cuando yo estudiaba el bachillerato, que ahora. No creo que muchos jóvenes de hoy tengan su póster colgado en su habitación. Sus ideales de sobriedad y tolerancia parecen estar muy alejados del tipo de vida consumista que llevamos en estos primeros años del siglo XXI. Muchas de sus opiniones sobre la política, la religión, la alimentación o el sexo siguen siendo muy controvertidas. No es un hombre que genere una aceptación universal y, sin embargo, tiene el aura de quienes, saliéndose de los cauces trillados, nos muestran caminos ignotos, posibilidades nuevas. Se mantuvo siempre fiel al hinduismo, pero abierto a otras muchas perspectivas. A pesar de sus recelos iniciales con respecto al cristianismo, la influencia de Cristo en Gandhi fue también honda, aunque no siempre conocida.

Lo que más me interesa de Gandhi es su actitud ante la violencia, aunque son tantos los matices de su postura no-violenta que me siento un poco perdido. ¿Cómo hacer frente a la injusticia sin dejarse llevar por el señuelo de la guerra? ¿Cómo evitar que las diferencias humanas acaben en conductas violentas? ¿Cómo salvaguardar la unidad respetando las diferencias? Estas y otras preguntas me están rondando en la cabeza mientras contemplo el panorama actual del mundo y, al mismo tiempo, devoro -no encuentro otro verbo más expresivo- El mundo de ayer, de mi admirado Stefan Zweig. Él nació en una época (1881) en la que Europa -y, sobre todo, su patria austriaca- gozaba de paz. Todo parecía invitar al progreso, a disfrutar de la vida, a mirar el futuro con optimismo. La culta Austria valoraba la música y la literatura. Se daban también pasos en la integración social. ¿Como es posible que, de la noche a la mañana, todo se viniera todo abajo? Más aún, ¿cómo es posible que la humanista Europa organizara dos guerras mundiales en el breve arco de un cuarto de siglo? Cuando, poco antes de suicidarse junto con su esposa en Petrópolis (Brasil) en 1942, Zweig rememora el tiempo anterior al estallido de la “gran guerra” de 1914, escribe lo siguiente:
“De la fecunda voluntad de consolidación interior surgió, a la vez y por doquier, un afán de expansión que se propagó como una infección vírica. Los industriales franceses, que hacían su agosto, estaban en contra de los alemanes, que también se hacían de oro, porque unos y otros querían más suministros de cañones: Krupp y Schneider-Creusot. La navegación hamburguesa, con sus colosales dividendos, trabajaba contra la de Southampton, los agricultores húngaros contra los serbios, unos consorcios contra otros: la coyuntura los había vuelto locos a todos, aquí y allá, llenos de un afán desenfrenado de poseer siempre más. Si hoy, reflexionando con calma, nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un solo fundamento razonable, ni un solo motivo. No era una cuestión de ideas, y menos aún se trataba de los pequeños distritos fronterizos; no sabría explicarlo de otro modo sino por el exceso de fuerza, por las trágicas consecuencias de ese dinamismo interior que durante cuarenta años había ido acumulando paz y quería descargarla violentamente. De repente todos los Estados se sintieron fuertes, olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos querían algo de los demás”.
La conclusión es clara: todos querían más y todos querían algo de los demás. Bajo la capa amable de la belle époque se escondía un fuerte afán de poder. Ha pasado un siglo desde entonces. Tras la primera, vino la segunda guerra mundial. Europa lleva ahora más 70 años sin guerras (exceptuando esa guerra traidora del terrorismo durante algunos períodos), pero la paz no hay que darla por descontada. En cualquier momento, por motivos que pueden parecer fútiles a simple vista, se puede encender la mecha de la violencia. Por eso, porque la paz es una actitud que hay que cultivar a diario, la figura de Gandhi cobra actualidad. Necesitamos profundizar en su actitud de no-violencia a la hora de afrontar los muchos conflictos que están surgiendo en diversos puntos del continente. De no hacerlo, la historia puede sorprendernos con nuevos enfrentamientos. Pareciera que llevamos la guerra en nuestros genes y que no resistimos mucho tiempo viviendo en paz.  Solo las generaciones que han padecido las consecuencias de la guerra saben bien el precio caro que tuvieron que pagar para llegar hasta aquí. Los irresponsables que han nacido en época de tranquilidad y prosperidad se permiten el capricho de jugar con fuego y de elaborar estúpidas teorías xenófobas y supremacistas que no hacen sino emponzoñar cuanto tocan y proyectar un hosco futuro.

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