Vengo de un pueblo muy pequeño, aunque
a finales de los años 50, cuando yo nací, registraba la cota más alta de
población de todo el siglo XX. Superaba
los 1.400 habitantes. Hoy no llega a los 900. Todo apunta a que el número irá
descendiendo lentamente. No es el único pueblo en una situación semejante. La
despoblación y el riesgo de desaparecer en poco tiempo afectan a más de mil pequeños municipios españoles. La preocupación es evidente. Es comprensible que
la gente se agrupe donde hay más posibilidades educativas y laborales. Por otra
parte, resulta difícil y muy caro proporcionar buenos servicios sociales y
pastorales a tantas pequeñas poblaciones desperdigadas por toda la geografía,
sobre todo en la mitad norte del país. Los movimientos migratorios se han dado
siempre a lo largo de la historia. Los núcleos de población nacen, crecen, se
debilitan y a veces mueren. No está dicho que un pueblo tenga que ser eterno. La
vida es dinámica. El fenómeno actual de la despoblación es la consecuencia de
un largo proceso histórico en el que han intervenido varios factores. Uno de
ellos es que, desde hace muchas décadas, el modelo de crecimiento económico
español ha privilegiado el centro (el área de Madrid) y las zonas costeras. Las
dos Castillas se han visto marginadas. Ahora, cuando ya es demasiado tarde,
solo queda levantar acta y tal vez extraer algunas lecciones para el futuro, aunque
ya sabemos que los intereses suelen primar casi siempre sobre los valores y las
lecciones sirven para poco.
Aunque nací en un
pueblo de montaña, he vivido casi toda mi vida en ciudades, algunas muy grandes
como Madrid o Roma. Puedo, pues, comparar ambos estilos de vida. Después de
tantos años viviendo en ciudades, podría haberme convertido en un perfecto
urbanita, seducido por las luces de neón y la proliferación de ofertas de todo
tipo, fascinado por el impagable anonimato que garantiza libertad de movimientos sin
sentirse vigilado por el vecindario, pero no, sigo siendo, en el fondo, un tipo rural, poco amigo de la vida urbana, aunque reconozca
algunas de sus ventajas y me esfuerce por minimizar sus cargas. Comprendo los argumentos de quienes se sienten
seducidos por la gran ciudad, pero no son los míos. Entre la contaminación de las calles
de una gran urbe y el olor a vaca de un pequeño pueblo, me quedo con el segundo, sin lugar
a dudas. Prefiero la luz de la luna al brillo postizo de los carteles de Broadway. Me siento más libre en el monte Robledo de Vinuesa que en el parque del Retiro de Madrid. No, no soy Paco Martínez Soria redivivo ni tengo vocación de ermitaño, pero suscribo aquello de que la ciudad no es para mí. Para muchas personas, el mundo rural significa falta de horizontes y
oportunidades, excesivo control social, cainismo, caciquismo, etc. Es verdad que a menudo
se dan estos fenómenos, pero no son inevitables. Hay un cierto margen de
maniobra. Lo que de verdad me produce pavor y tristeza es la concentración de la población
en las grandes megalópolis modernas. Y, sobre todo, la marginación de los más pobres, de quienes constituyen la masa sobrante. Recuerdo los cinturones de miseria que he
visto en Manila, Calcuta, Lima, Ciudad de México, Caracas, Buenos Aires, Lagos, Kinshasa,
Dar-Es-Salaam… La tendencia es clara y parece imparable, pero los
problemas que se crean son formidables. Para mí, el mayor de todos es
la progresiva y casi inadvertida deshumanización que se produce. La sustitución
del mundo natural por el artificial, la reducción de los seres humanos a átomos
sin nombre y la falta de relaciones significativas acaba produciendo una
pérdida del sentido de la vida que lleva al estrés, la depresión, la soledad , la increencia y,
en muchos casos, la violencia.
No tengo la menor
duda de que dentro de unas décadas (¿cuántas?) habrá un retorno al campo, al
medio rural, pero esto exigirá un “cambio de paradigma”, una apuesta por un
desarrollo sostenible que reconcilie a los seres humanos entre sí y con la
naturaleza, que no sacrifique todo al dios de la producción y el consumo y que
no prive a los hombres y mujeres de aquellas coordenadas fundamentales que les
permiten orientarse en la compleja travesía de la vida. Entonces se alzarán
voces diciendo que nos habíamos equivocado, que es necesario cambiar de rumbo. ¿Por qué no se alzan ahora, cuando todavía
podemos hacer algo? ¿Por qué hay que esperar a que las situaciones se deterioren
para tomar decisiones? ¿Qué implacables intereses imponen esta manera absurda de vivir? No defiendo una romántica e imposible vuelta a las cavernas o a las aldeas,
sino la creación de unidades de población que combinen lo mejor de la ciudad (sobre
todo, la oferta de servicios educativos, sanitarios y culturales) con las
ventajas del campo (cercanía a la naturaleza, ritmos más tranquilos,
interacción entre los ciudadanos, etc.). Hay países –como Alemania, por ejemplo,
o algunos de los nórdicos– donde este modelo está más desarrollado. En otros
(sobre todo, asiáticos, africanos y americanos) las grandes urbes atraen a la
mayor parte de la población condenándola a una vida miserable bajo el señuelo
de un consumismo engañoso. En fin, se ve que me he levantado un poco
anti-urbanita. ¡Y eso que he amanecido en una ciudad que supera los tres
millones de habitantes!
Gonzalo. Hoy te levantaste a pié cambiado. Que duda cabe que todo no está bien, pero ¿no está mejor? Yo siempre he vivido en ciudad (Madrid) pero he recorrido pueblos, grandes, medianos, pequeños, míseros. Y en otros años, los de mis padres, siempre les hoy decir y hablar de la profunda miseria de los pueblos de España. Hoy, cualquier pueblo está asistido y mejor dotado que cualquier barrio de Madrid. Me refiero a la proporción de dotaciones/habitante y a pesar de ello, disfrutamos de infinidad de servicios. Si ya sé que hay marginales, parados, desasistidos... pero ¿los has comparado con los que había en los años 20-50-60 del siglo pasado, ignorantes, malnutridos, enfermos? y cuando compruebas la diferencia, ¿sigues pensando en una vida miserable? Si ello es así ¿cómo era aquella?
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