Ayer fue un día especial
en mi comunidad. El más joven de la casa, natural de Puerto Rico, fue ordenado diácono. Contamos con la
presencia de un numeroso grupo de puertorriqueños que, desafiando las duras
condiciones por las que atraviesa el país tras los huracanes de hace casi tres
meses, llegaron a Roma. En pocas horas pasaron del calor tropical al frío
europeo. La eucaristía fue presidida por el cardenal José Saraiva
Martins, claretiano portugués que lleva casi toda su vida en Roma. La
ceremonia duró unas dos horas. Se celebró en nuestra enorme basílica
del Inmaculado Corazón de María. No es frecuente que hoy se prodiguen estas
celebraciones. Y menos en Europa. Mientras el coro cantaba las letanías, el
ordenando estaba postrado en tierra, como si el ministerio que iba a recibir
tuviera que ser visto de abajo arriba para no incurrir en protagonismos
absurdos. Mientras cantaba Ora pro nobis
en respuesta a las invocaciones del cantor, pensaba lo que está sucediendo en
nuestra Iglesia en relación con estos ministerios. No hay suficientes
presbíteros y diáconos para atender a las comunidades. ¿Qué va a pasar en un
futuro próximo? ¿Cómo va a afectar esta situación a la vitalidad de la Iglesia?
Ante este hecho, se han
sugerido varios caminos. Hasta el mismo papa Francisco ha hablado de la posibilidad de
ordenar a viri probati; es
decir, a hombres casados que lleven una vida cristiana ejemplar. Esta figura
existía en la iglesia primitiva. No hay ninguna razón apodíctica que impida
restablecerla. Algunos se atreven a sugerir la
ordenación de mujeres, asunto sobre el que san Juan Pablo II se
pronunció taxativamente en 1994. Más allá de estas soluciones de emergencia -todas ellas discutibles y ya ensayadas
por algunas iglesias cristianas sin mucho éxito- el problema es más de fondo. Se refiere al
verdadero sentido de un ministerio de este tipo en la Iglesia. ¿No llevamos
hace años insistiendo en la mayoría de edad de todo cristiano en virtud de su
bautismo? ¿No vivimos en sociedades democráticas e igualitarias que no aceptan las
divisiones de roles que puedan implicar connotaciones clasistas? Hace años abordé
esta cuestión en un articulito titulado ¿Para
qué sirve un cura? Estoy convencido de que si no planteamos a fondo
“cómo se hace la Iglesia”, no podemos entender qué sentido tienen los
ministerios ordenados (diácono, presbítero y obispo) dentro de ella. Pueden
parecer antiguallas llamadas a desaparecer a medio plazo. Para algunos, la
escasez de vocaciones sería el modo suave
de eliminarlos de una vez por todas y así conseguir una Iglesia igualitaria y
fraterna. Corregiríamos de un plumazo los
problemas ligados a la existencia de clero: clericalismo,
minoría de edad de los laicos, “carrerismo”, escándalos en relación con el
poder, el sexo y el dinero, etc.
En contra de lo que se
suele decir, mi experiencia pastoral y mi convicción teológica me llevan a
afirmar que cuanto más valoramos la vocación de los laicos, más necesitamos -no menos- nuevos ministros que acompañen la vida de una Iglesia enriquecida
con diversos carismas y ministerios. La comunión necesita servidores full-time. La cuestión
es: ¿Por qué muchos jóvenes generosos no se atreven a dar el paso? ¿Es solo por
la obligación del celibato (en el caso de la Iglesia latina), en tiempos en los
que el sexo ha adquirido valor casi absoluto? ¿Tiene que ver con un cierto
desprestigio social de la figura del sacerdote en un contexto en el que se
valoran otras profesiones de mayor lustre y provecho? ¿Está asociada la crisis
al hecho de que la Iglesia no permite que las mujeres sean ordenadas,
precisamente ahora que estamos luchando por la igualdad de derechos y oportunidades para ambos sexos? ¿Han influido mucho los escándalos protagonizados por algunos sacerdotes y no siempre bien afrontados por la jerarquía de la Iglesia? ¿Es un problema de generosidad y de calidad de vida cristiana? ¿O se trata, sin más, de un problema demográfico, de un cambio de ciclo, de una situación transitoria? ¿Se resuelven las cosas importando presbíteros de otras latitudes?
No tengo una respuesta precisa a estas preguntas. Imagino que todos estos
factores influyen de diversa manera. Pero hay uno que quisiera subrayar porque
ayer se me hizo más luminoso contemplando a mi hermano claretiano postrado en
el suelo: no es fácil apuntarse a ser “camarero” del Reino. Utilizo el término “camarero”
como una versión un poco provocativa del original griego “diácono”, que significa
“servidor”. ¿Quién siente hoy la llamada a servir las mesas de la gente -sobre
todo, de los pobres- cuando la mayoría aspiramos a ser servidos? ¿Quién escucha
con corazón disponible la invitación de Jesús: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9,13)? Ser “camarero del Reino”
tendría que apasionar a los jóvenes que han sentido que Jesús pone sus ojos en
ellos. ¿Acaso no hay testimonios luminosos que contrarrestan los escándalos? Quizás no pase mucho tiempo antes de que en algunas puertas de las iglesias
aparezca colgado este cartel “Se necesitan camareros”. Las condiciones
laborales no son muy atractivas (poco sueldo, servicio permanente), pero la
alegría interior es indescriptible. Ayudar a Jesús a distribuir el Pan y la
Palabra es, en sí mismo, la mejor recompensa.
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