Tras empatar con Suecia a
cero, Italia, por primera vez en 60 años, quedó fuera
del Mundial de fútbol que se celebrará el próximo verano en Rusia. Las
portadas de los periódicos deportivos y generalistas reprodujeron la foto de Gianluigi Buffon, el
eterno portero de 39 años, llorando como un niño. Fin de un sueño colectivo,
fin de un ciclo triunfante y angustia por las consecuencias deportivas, emocionales
y económicas de la derrota. A mucha gente le parecerá excesiva, desproporcionada,
esta reacción de todo un país, pero así son las cosas. Italia ha participado
ininterrumpidamente en la Copa del Mundo de fútbol desde el año en que yo nací,
así que toda la vida he considerado que la nazionale
italiana era una participante nata. Vamos, que no necesitaba competir, que
iba casi por derecho histórico. Creo que la mayoría de los italianos pensaba lo
mismo hasta el maldito 13 de noviembre
pasado. Los azzurri hicieron historia
al ir contra la historia. Una selección que ha ganado cuatro copas del mundo se
había granjeado la admiración del público, aunque luego se solía añadir, a modo
de crítica benévola, que muchas veces había pasado “a la italiana”; es decir,
con un juego marrullero y algo tramposo. Yo recuerdo perfectamente la victoria
del Mundial
de España en 1982 (entonces yo estudiaba en Roma y sentí como propia la
victoria de Italia contra Alemania en el Santiago Bernabéu) y la victoria del Mundial
de Alemania en 2006 (entonces llevaba ya tres años viviendo de nuevo en Roma y apoyé a Italia contra Francia).
No es bueno aplicar la
pomada de la moralina a las heridas deportivas. Pero tampoco pasa nada si uno
lee este acontecimiento de la derrota como un signo de lo que suele pasar en la
vida. Los críticos dicen que Italia se ha fiado demasiado de sí misma y que no
se ha preparado a conciencia. No ha elegido a un buen entrenador y éste, a su
vez, no ha seleccionado a los mejores jugadores. Todo es discutible. Pero, más
allá de la interminable discusión (no olvidemos que en determinados momentos
todos nos convertimos en seleccionadores cuasi profesionales), hay algo
rescatable: el éxito de ayer no asegura automáticamente el de mañana. Cada día
hay que seguir luchando como si fuéramos aprendices. Esto es extrapolable a
todas las esferas de la vida. Las personas que, llegadas a la cima, quieren
vivir de rentas pronto se convierten en momias de sí mismas. Jesús nos advierte del riesgo que supone almacenar la cosecha en el granero y dedicarse a la molicie (cf. Lc 12,20-32). Admiro a los
profesionales de cualquier ramo que siempre están aprendiendo, que no se
contentan con lo conseguido, que investigan, dialogan, buscan, arriesgan. Me
gustan los artistas que no explotan hasta la saciedad sus primeros éxitos, sino
que continúan creando, abiertos a nuevos estímulos, respetuosos de un público
que se merece lo mejor. Y respeto a los sacerdotes que preparan la celebración de
los sacramentos (homilía incluida) con atención y delicadeza, sin dejarse
llevar de la rutina y la improvisación.
A veces, quedar fuera del
Mundial de fútbol es una oportunidad para replantear un modelo deportivo. Las
derrotas de la vida deberían ser siempre la ocasión para seguir creciendo. No
se hunde el mundo por experimentar un fracaso, por que las cosas no salgan como
uno había imaginado o proyectado. Tampoco sirve de mucho repartir culpas y
responsabilidades. Lo que importa es aprender de los errores propios y ajenos,
seguir apostando por un futuro mejor preparado, no tirar la toalla. Las
personas que no se sumen en el ridículo o la depresión son las que hacen de sus
fracasos una poderosa herramienta para mejorar. Caminar siempre de éxito en
éxito puede ser peligroso. Nos incapacita para afrontar la vida tal como es. Alternar
éxitos y fracasos nos coloca sobre el suelo de la realidad y despliega muchos
recursos escondidos que solo emergen cuando las pruebas de la vida los llaman a
rebato. Estoy seguro de que mi admirada Italia volverá a ser una selección
campeona. Tras el dramatismo mediterráneo de estos días, muy en consonancia con
el carácter teatral de los italianos, se tomarán algunas decisiones y se
comenzará un camino nuevo. No hay mal que por bien no venga.
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