La entrada de
este sábado, memoria de Nuestra Señora del Rosario, llega con retraso porque
hoy ha sido un día de camino. Esta mañana no tuve tiempo para entrar en este Rincón. Desde el santuario de la Madonna di Pietraquaria, donde nos alojamos, hemos descendido de buena mañana hasta el
pintoresco pueblo de Tagliacozzo. Es increíble la belleza que se puede esconder
en tantos pueblos de este bel paese
que es Italia. Ascender por sus empinadas calles empedradas ha sido un buen ejercicio
para desentumecer los músculos y admirar la belleza del paisaje. Contemplar la
primera nieve caída durante la fría noche sobre las cresta de las montañas
cercanas ha sido también un espectáculo soberbio. No es normal que nieve a comienzos
del otoño, cuando los árboles exhiben todavía su follaje verde, amarillo y
rojizo, pero este año ha sucedido.
Desde Tagliacozzo nos hemos dirigido a la ciudad de L’Aquila, semidestruida por el terremoto del 6 de abril de 2009. La había visitado un par
de veces antes de esa fecha, pero nunca después del sismo. Tenía interés en
comprobar cómo van las tareas de reconstrucción –¡han pasado ya ocho largos
años! – y, sobre todo, cuál es la actitud de la gente. Hemos paseado por el centro, nos
hemos acercado a la “zona rossa”, prohibida al público por el peligro de derrumbes.
Me cuesta explicar lo que he sentido paseando por las calles de una ciudad
fantasma, silenciosa, cubierta de grúas y de andamios. Es como si la historia
fuera más fuerte que la geografía, el tesón del hombre más transformador que
las fuerzas de la naturaleza. Parafraseando a san Pablo, se podría decir que
“donde abundó el desastre, ha sobreabundado la solidaridad”, aunque queda mucho
por hacer y todavía se respira como una tristeza contenida.
Lo que más me ha
impresionado ha sido entrar en la capillita de la Memoria que se alza en la Piazza
del Duomo. Allí, en dos placas de mármol, están escritos los nombres de las 309
víctimas de aquel terremoto. Hay desde bebés a ancianos, un muestrario de la
condición humana, todos unidos por el lazo de la muerte traidora, pero también
por la esperanza. Después nos hemos internado por el Parque Regional Sirente Velino. La naturaleza en
otoño tiene un encanto particular. Es como si, antes de morir por los rigores
del invierno, exhalara su más íntima belleza. Es verdad que en primavera
muestra también una cara esplendorosa, rebosante de vida, pero la del otoño es
más delicada, más madura. Los pueblos encaramados en la roca, las anchas
praderas con rebaños de ovejas, las personas buscando setas, los jubilados paseando a
su perro… son estampas que le curan a uno de la urbanitis excesiva.
A lo largo de todo
el día he vivido un recuerdo especial de la Virgen del Rosario. Y he evocado
–una vez más– la secuencia de la vida, con sus misterios gozosos, luminosos,
dolorosos y gloriosos. Se podría decir que estos misterios se corresponden con
las cuatro estaciones del año y hasta con las edades de la existencia humana.
Por eso, María es madre de la vida, porque nos acompaña desde el gozo del
nacimiento hasta la gloria de la muerte, pasando por la luz de la juventud y la
madurez y el dolor de la ancianidad. El Rosario es mucho más que una devoción
de viejas. Es un paseo por la existencia, vivida intensamente por Jesús,
acompañados por la Madre. Cuando atravesamos momentos de gozo o de luz, es
bueno recordar que en algún momento nos visitará el dolor. Cuando el sufrimiento
parezca atenazarnos, nunca debemos olvidar que hemos sido hechos para la gloria
definitiva. El recuerdo de todos los
misterios nos ayuda a mantenernos siempre con una actitud de sano realismo y, a
la vez, de esperanza. Por eso, es consolador hacer el viaje de la vida “siempre
con Ella”, con la Madre que nunca nos deja solos. He pensado estas cosas
mientras me visitaban, una y otra vez, los recuerdos de L’Aquila, la ciudad
que, tras días de gozo y luz, experimentó también el dolor y la cruz. Falta
mucho para recuperar su gloria pasada. Es todo un símbolo.
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