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sábado, 7 de octubre de 2017

Siempre con Ella

La entrada de este sábado, memoria de Nuestra Señora del Rosario, llega con retraso porque hoy ha sido un día de camino. Esta mañana no tuve tiempo para entrar en este Rincón. Desde el santuario de la Madonna di Pietraquaria, donde nos alojamos, hemos descendido de buena mañana hasta el pintoresco pueblo de Tagliacozzo. Es increíble la belleza que se puede esconder en tantos pueblos de este bel paese que es Italia. Ascender por sus empinadas calles empedradas ha sido un buen ejercicio para desentumecer los músculos y admirar la belleza del paisaje. Contemplar la primera nieve caída durante la fría noche sobre las cresta de las montañas cercanas ha sido también un espectáculo soberbio. No es normal que nieve a comienzos del otoño, cuando los árboles exhiben todavía su follaje verde, amarillo y rojizo, pero este año ha sucedido. 

Desde Tagliacozzo nos hemos dirigido a la ciudad de L’Aquila, semidestruida por el terremoto del 6 de abril de 2009. La había visitado un par de veces antes de esa fecha, pero nunca después del sismo. Tenía interés en comprobar cómo van las tareas de reconstrucción –¡han pasado ya ocho largos años! – y, sobre todo, cuál es la actitud de la gente. Hemos paseado por el centro, nos hemos acercado a la “zona rossa”, prohibida al público por el peligro de derrumbes. Me cuesta explicar lo que he sentido paseando por las calles de una ciudad fantasma, silenciosa, cubierta de grúas y de andamios. Es como si la historia fuera más fuerte que la geografía, el tesón del hombre más transformador que las fuerzas de la naturaleza. Parafraseando a san Pablo, se podría decir que “donde abundó el desastre, ha sobreabundado la solidaridad”, aunque queda mucho por hacer y todavía se respira como una tristeza contenida. 

Lo que más me ha impresionado ha sido entrar en la capillita de la Memoria que se alza en la Piazza del Duomo. Allí, en dos placas de mármol, están escritos los nombres de las 309 víctimas de aquel terremoto. Hay desde bebés a ancianos, un muestrario de la condición humana, todos unidos por el lazo de la muerte traidora, pero también por la esperanza. Después nos hemos internado por el Parque Regional Sirente Velino. La naturaleza en otoño tiene un encanto particular. Es como si, antes de morir por los rigores del invierno, exhalara su más íntima belleza. Es verdad que en primavera muestra también una cara esplendorosa, rebosante de vida, pero la del otoño es más delicada, más madura. Los pueblos encaramados en la roca, las anchas praderas con rebaños de ovejas, las personas buscando setas, los jubilados paseando a su perro… son estampas que le curan a uno de la urbanitis excesiva.

A lo largo de todo el día he vivido un recuerdo especial de la Virgen del Rosario. Y he evocado –una vez más– la secuencia de la vida, con sus misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos. Se podría decir que estos misterios se corresponden con las cuatro estaciones del año y hasta con las edades de la existencia humana. Por eso, María es madre de la vida, porque nos acompaña desde el gozo del nacimiento hasta la gloria de la muerte, pasando por la luz de la juventud y la madurez y el dolor de la ancianidad. El Rosario es mucho más que una devoción de viejas. Es un paseo por la existencia, vivida intensamente por Jesús, acompañados por la Madre. Cuando atravesamos momentos de gozo o de luz, es bueno recordar que en algún momento nos visitará el dolor. Cuando el sufrimiento parezca atenazarnos, nunca debemos olvidar que hemos sido hechos para la gloria definitiva. El recuerdo de todos los misterios nos ayuda a mantenernos siempre con una actitud de sano realismo y, a la vez, de esperanza. Por eso, es consolador hacer el viaje de la vida “siempre con Ella”, con la Madre que nunca nos deja solos. He pensado estas cosas mientras me visitaban, una y otra vez, los recuerdos de L’Aquila, la ciudad que, tras días de gozo y luz, experimentó también el dolor y la cruz. Falta mucho para recuperar su gloria pasada. Es todo un símbolo.


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